Lucrecia de Palomo

¡Ahora resulta que sus colegas son narcodiputados! Las declaraciones del Presidente del Congreso, afanado porque puede perder su reelección, dan muchísima vergüenza. Cuando lo dice no es porque él quiera hacer cambios para limpiar el organismo que preside, o que no sabe cómo allí se manejan las prebendas -pues como lo revelan los audios publicados por La Hora al señor Taracena no le importa si otro diputado de su mismo partido político pone a sus jardineros como asesores-, lo que le importa es medio maquillar la ley para poder seguir haciendo de las suyas. Por tanto, si es narcodiputado, diputítere, dipucaco no importa, lo único que tiene en mente es seguir mamando del Estado baboseando a sus electores.

La división de poderes permite un balance en el juego del poderío para alcanzar el famoso bien común, razón de ser del Estado. Es sabido que, desde que el pecado entró en el hombre la avaricia es uno capital. El maligno, que aunque muchos dicen no existe, sabe de nuestras debilidades, nos ha vuelto veleidosos ante lo que el mundo ofrece: lujos, sentirse persona importante porque se tienen muchas posesiones materiales, joyas, amantes, vehículos, etc. Estas vanidades hacen, sobre todo en los políticos administradores del Estado y congresistas, personas tentadas que caen fácilmente. Por ello es que no funcionan los pesos y contrapesos administrativos que permiten un equilibrio racional.

El Congreso, una de las tres desmembraciones del Poder del Estado, es a mi juicio el pilar donde las otras se fundan. Por muchísimos años, y como residuo de la monarquía, el Presidente del Ejecutivo ejercía el poder sobre toda la nación. Pero eso cambió al entenderse un poco esto de que “el pueblo es quien manda”. Se hizo énfasis en congresos pluralistas, grandes campañas de opinión anunciaron la necesidad del cambio y de que los diputados no debían responder a las exigencias del Ejecutivo, de la necesidad de elección por ideología para sostener posturas en cuanto al tipo de gobierno que se debe ejercer. Se entendió así y se manipuló el voto para que fuera cruzado, ¡ya no más aplanadoras ni sujeciones! se creyó que podría cambiar la historia. Lamentablemente volvió don dinero a ganar la batalla y la ideología reinante es la codicia.

Los diputados deben responder a las demandas de quienes los eligieron, pero nada más lejos de la realidad, ofrecen en campaña una cosa y ya electos se olvidan de sus electores. Fracasa el sistema porque esta instancia de representación del pueblo tiene como ventaja para quienes son electos la ignorancia de los ciudadanos en cuanto a sus derechos y ejercicio de ciudadanía. Por tanto una vez sentados en su curul, los honorables, se blindan con leyes que les favorecen y se olvidan el por qué y para qué fueron elegidos y muchos se venden; inician una carrera de enriquecimiento con negocios con los que se privilegian, se reeligen y permanecen hasta que la muerte los separa.

Desde que conocí el Congreso por dentro, pude darme cuenta cómo estos honorables han orillado al país a los límites donde hoy se encuentra. Ellos, los diputados, son quienes aprueban los presupuestos desfinanciados cada año -que tienen de cabeza las finanzas públicas- y por ende los préstamos leoninos para hacerlo funcionar; definen las líneas que debe seguir la banca, la justicia, la educación, la salud, etc. Allí se tranza sobre las carreteras, el agua, los impuestos y de allí salen privilegios que enriquecen a ciertos grupos, se reparten tajadas y como consecuencia se empobrece el país. Allí, en el Congreso, están los destinos de la nación y los congresistas, los honorables diputados, han pasado a ser los enemigos del pueblo, leprosos cuya única razón que los mueve es el dinero o el mismísimo poder. Llegó el momento de sacar demonios, de curar la lepra de ese alto organismo del Estado, de exorcizarlo. Ellos NO NOS REPRESENTAN pues la mayoría de la población no somos narcos, ni cacos, ni títeres.

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