Isabel Pinillos – Puente Norte
ipinillos71@gmail.com

El reconocimiento constitucional a la jurisdicción indígena ha traído nuevamente un debate ideológico que le causa salpullido a algunos, quienes alegan que se trata de una imposición extranjera “racista” que atenta contra la seguridad jurídica y el derecho de igualdad.

En los nuevos modelos latinoamericanos se promueve una justicia pronta, permitiendo la mediación de conflictos por las mismas comunidades, con fines reparadores y conciliadores, mediante la participación de todos los actores. Estas prácticas son ya reconocidas en países en donde la justicia indígena funciona de manera paralela a la oficial, como sucede en Australia, México, Ecuador y Estados Unidos.

Este sistema permite alivianar el ya sobrecargado sistema oficial, y funciona en la medida en que los juzgados y las comunidades lo aceptan, se adaptan y creen en el mismo. El miedo a que sea reconocido el pluralismo jurídico en nuestra Constitución se debe, a mi juicio, a una estrechez de mente del ciudadano urbano que no conoce otra cosa más que su propio entorno, quien no sabe que más allá de los confines de su ciudad, a kilómetros de distancia, en la montaña, en el río, entre siembras, viven comunidades en donde la presencia estatal es prácticamente inexistente, pero en cambio, existe la pertenecencia a una comundiad maya conformada por una estructura jerárquica encabezada por ancianos respetadísimos, que velan por la equidad y el bienestar de sus miembros.

De lo que he visto, la justicia maya tiene como principios rectores el respeto a la persona, la mediación, y la reparación. El documental llamado “Dos Justicias: Los retos de la coordinación”, ofrece un valioso testimonio de cómo el alcalde indígena de Santa Cruz del Quiché convocó a todos los involucrados y líderes del lugar para discutir sobre el asesinato de un hombre. Tanto los acusados, como la viuda madre de cuatro hijos huérfanos, tuvieron la oportunidad de expresarse con libertad. Se confrontaron los unos a los otros hasta llegar al fondo del asunto. Debido a que entre los interesados había quienes no eran indígenas, en este caso, las autoridades salomónicamente decidieron trasladarlo a los juzgados oficiales. El juicio fue resuelto gracias a la colaboración entre las autoridades indígenas y la fiscalía encargada. El apoyo a la justicia oficial fue culturalmente idóneo y ayudó a una sentencia justa para los sindicados. En ningún momento buscaban entorpecer el proceso legal pues su objetivo era restaurar el orden social.

Por el otro lado, al analizar la oficialidad, tenemos un sistema legal lleno de formalismos, expedientes y jerga jurídica no apta para cualquiera en su sano juicio, y que mantiene la mayoría de casos engavetados, inundados en excepciones dilatorias, la falta de un sello, una audiencia que no pudo celebrarse, o un juzgador burócrata sin disposición a escuchar. En verdad, dichosas las comunidades indígenas que celebran asambleas en donde las expresiones fluyen y todos los interesados participan. El ritmo despacio y repetitivo del proceso es efectivo, pues desemboca en una solución. La presión de los pares exige que se hable con la verdad, y en especial se busca un consenso colectivo, conciliador y justo a ojos de la mayoría.

Es por ello que los temores relacionados con la inclusión de esta forma íntima de resolver conflictos me desconciertan. Cuánto podríamos aprender y adoptar de este sistema de justicia reparadora cuya eficiencia actualmente tanta falta nos hace. Partimos de que no existe un sistema perfecto, pero al momento de participar en este debate, pregúntese realmente si usted cree que la justicia indígena le puede llegar a perjudicar, o si bien, descongestiona la saturación de casos mientras que resuelve de manera orgánica los conflictos en las zonas en donde los tribunales sencillamente no tienen presencia.

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