Adolfo Mazariegos
Desde hace ya un buen tiempo, he venido escuchando, viendo, o leyendo en diversos medios, acerca de los altos índices de contaminación que afectan a lagos, lagunas, ríos y playas de Guatemala (sin mencionar otros focos de contaminación) y sin que hasta la fecha, en honor a la verdad, se haya hecho algo concreto al respecto (excepto, la reciente iniciativa de San Pedro la Laguna en Atitlán, que persigue prohibir la venta y distribución de bolsas plásticas, duroport, pajillas y derivados, con la finalidad de proteger el medio ambiente -Acuerdo Municipal 111/2016-); por supuesto, es una medida que contribuye a contrarrestar la contaminación de las aguas del lago, y que, según he podido apreciar, ha sido bien recibida por la mayoría de lugareños y visitantes del municipio. En lo personal, me parece una iniciativa aplaudible. Sin embargo, Atitlán no es el único sitio en el país que sufre los efectos y estragos de la contaminación. Recientemente, el Estado de Guatemala estuvo muy cerca de verse involucrado en lo que pudo haber sido un conflicto internacional con Honduras, en virtud del reclamo que dicho país hermano realizó por la contaminación que las toneladas de basura arrastrada por el río Motagua ocasionaban en la playa Omoa, al otro lado de nuestra frontera. El río La Pasíon, por su parte, fue noticia internacional hace poco más de un año debido a la alta contaminación que causó la pérdida inestimable de flora y fauna y cuyos efectos aún persisten de alguna manera. El lago de Amatitlán, lugar de destino turístico y fuente lacustre muy cercana a la capital, además de constituirse en punto de partida para una de las mayores controversias por corrupción de los últimos años, ha sido convertido prácticamente en poco menos que un pantano, basta ver sus aguas espesas y verdosas, otrora limpias y cristalinas, para entender lo grave de su agonizante existencia. Hoy, no con menos preocupación (aunque honestamente, ya no con asombro) veo las terribles imágenes de la contaminación que afecta al río Los Esclavos, situación que, al igual que en los anteriores casos mencionados (tristemente no son los únicos), amenazan la salud de los habitantes y afectan negativamente los paisajes circundantes que muchas veces también son, para las comunidades, fuente de ingresos derivados del turismo. Es urgente hacer algo, está claro. Y todos podemos contribuir de algún modo en mayor o menor medida. No podemos seguir pensando que pequeñas acciones aisladas, mientras no nos afecten directamente, no deben importarnos. Pongo sobre la mesa, por tanto, esta reflexión que lleva implícita una preocupación real y seria por aquello que en materia medioambiental le depara a quienes vienen siguiendo nuestros pasos, quienes habrán de vivir en esta bendita tierra el día de mañana, quienes esperan un futuro que está más cerca de lo que creemos, pero también, más incierto de lo que imaginamos. ¡Pensémoslo!