Raúl Molina
El Congreso tiene en sus manos aprobar parches constitucionales en el sector justicia. Eso no resuelve los problemas de Estado fallido, con el agravante de que cualquier paquete de reformas que al final produzca corre el riesgo de ser rechazado en el referendo correspondiente. Reformas constitucionales en el sector justicia son justas y necesarias, ya que todo Estado ha de garantizar que la justicia se aplique en forma pronta, eficaz y equitativa para cada habitante. El movimiento ciudadano de 2015 no fue dirigido, sin embargo, contra el sector justicia; fue contra el sistema político entero, sumido en la corrupción, particularmente contra Roxana Baldetti y Otto Pérez. Las veinte semanas de movilización ciudadana lograron finalmente tumbarlos, lo que fue un verdadero triunfo; pero, lamentablemente, no se pudieron concretar otros cambios igualmente necesarios. Lo ocurrido en los nueve meses recientes nos demuestra que no era suficiente con depurar aquel Poder Ejecutivo. Como predijimos en su momento, cuando pedimos que el proceso electoral se detuviera, que se reformara la Ley Electoral y de Partidos Políticos y que se convocara a nuevas elecciones, terminamos con un gobierno inepto, desorientado e ideológicamente inclinado hacia los militares contrainsurgentes. El Congreso quedó dominado por el FCN-Nación, partido sin escrúpulos, y la UNE, partido acostumbrado a maniobrar sin transparencia. El Legislativo actual no es más que continuidad de la podredumbre política, funciona como verdadero mercado de favores y “todo es posible” en su ámbito. El sistema judicial, por su parte, ha demostrado sus grandes fallas, y por ello es blanco de las primeras reformas.
Aunque fuesen positivas todas las reformas constitucionales al sector de la justicia, no se abordarían los demás problemas del sistema político, al igual que las reformas a la LEPP dejaron intacta la corrompida esfera de partidos políticos y elecciones. Su priorización distrae esfuerzos y recursos y posterga las reformas más profundas del Estado que den nuevo rumbo a la institucionalidad democrática. Un nuevo rumbo implica ponernos de acuerdo en qué tipo de Estado queremos y establecer un pacto social para estructurar sus características. Luego, se hace necesario hacer una nueva Constitución, la del siglo XXI, que no se puede confiar a este Congreso, el cual debe limitarse a convocar a una Asamblea Nacional Constituyente a solicitud de la ciudadanía (5 mil firmas). En la convocatoria debe definirse la modalidad de elección y los requisitos de los constituyentes y previo a la ANC, la formulación de la nueva Constitución debe contar con plena participación ciudadana; es posible inventar mecanismos de discusión de la nueva Constitución, antes de que se integre la ANC, mediante mesas ciudadanas de trabajo, de las que ninguna persona con derecho al voto quede excluida. Esto requiere de dos acciones inmediatas e insoslayables: abrir foros de discusión sobre el Estado que queremos y sus reformas constitucionales correspondientes; y elaborar y respaldar, con más de 50 mil firmas, la carta de solicitud al Congreso para que convoque a la ANC.