Eduardo Blandón
Te despiertas y nunca eres igual. Hay días para la filosofía. Abres los ojos y elucubras sobre el sueño, el valor del trabajo y el sentido de la vida. Mueves tus huesos y al sentir la tracción, tomas conciencia de los años vividos, el tiempo derrochado. ¿Qué he hecho con los talentos?
Volteas la vista y adviertes a tu hijo. De repente te sientes dichoso por la obra realizada. Tienes casa, televisión, cable e Internet. Eres todo un espécimen medianamente exitoso. No eres un empleado reputado, pero sabes hacer reír a tus amigos en las cantinas. Tampoco eres un galán, pero arrancas suspiros en almas desorientadas.
Respiras profundo. Eso hace que el oxígeno limpio te haga creer que eres dichoso. ¿Por qué no serlo? Nunca has pasado hambre, estudiaste en colegio de curas y fuiste a la universidad. Eso te convierte en un homínido privilegiado, sapiens, aunque sepas que lo tuyo es la liga española y tu presencia ubicua en las páginas sociales.
De repente hay espacio para la fantasía. Piensas en ese libro que no has escrito y la poesía que guardas en el disco duro. Te consideras un vate de kilates. No eres tonto, sabes que mucho de lo escrito es cursi y tienes mucho por depurar. Total, los textos fueron inspirados por amores imposibles, relaciones frustradas y sentimientos de telenovela. Eres un romántico empedernido (suspiras y sientes una mezcla de vergüenza y orgullo).
Ves el reloj y te das la vuelta. Quedan tres minutos. Abrazas a tu esposa. Te sientes solo. ¿Merece ella al virtuoso que tiene a su lado? Deseas hacer nuevas consideraciones, pero ahora adviertes que la vida es demasiado cruel. Resignado, te levantas y pides al cielo que el tráfico no te impida llegar temprano al trabajo.