Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

El dramático informe de la Organización Panamericana de la Salud sobre el déficit en vacunación sufrido por la niñez guatemalteca es escandaloso, tanto como el hecho de que para atender la hambruna se haya comprado maíz no apto ni siquiera para el consumo de los animales. Pero todo vuelve al mismo punto central de cómo se administra este país, puesto que todo tiene que ver con la corrupción. Si hay dinero de por medio se hace cualquier cosa, sin supervisión ni control, simplemente gastando por gastar. Pero cuando no se puede robar descaradamente o cuando el producto del robo parece insuficiente, ocurre lo de las vacunas, es decir, simplemente el proyecto deja de ser importante aunque ello implique poner en riesgo a miles de niños.

La vacunación constituye una de las prácticas más importantes en la prevención de enfermedades y mundialmente se estima que el 95 por ciento de los niños reciben las vacunas correspondientes, lo que ha bajado no sólo la mortalidad infantil, sino que también los costos de la atención hospitalaria porque hay menos demanda como resultado de la cobertura que ofrece la aplicación de ese método preventivo. Dejar a casi el sesenta por ciento de los niños de Guatemala sin recibir las vacunas es un crimen imperdonable que, sin embargo, no recibirá el castigo correspondiente porque vivimos en un país donde la rendición de cuentas se limita al título de algún libro.

Por cuestiones como éstas es que tenemos que entender que la corrupción no es despreciable porque produzca el enriquecimiento ilícito e inmoral de los pícaros, sino porque ocurre a cambio de privar a la población de los recursos esenciales para atender verdaderas necesidades de la gente. Cada centavo que se roba en un país como el nuestro, donde hay tantas carencias y tan pocos recursos para atenderlas, tiene repercusiones en la disminución de la calidad de vida de quienes están sumidos en el círculo eterno de la pobreza y lo demuestra de manera fehaciente el tema de la falta de vacunación que afectó principalmente a los niños que viven en las peores condiciones y que tienen menos acceso a la atención médica, lo que significa que son más vulnerables a la hora de contraer una de las enfermedades que pudieron prevenirse con la administración de las vacunas.

Cuesta contener la indignación cuando uno se da cuenta de lo que significa ese derroche de recursos que permite a funcionarios públicos pegar un salto cualitativo en su calidad de vida que hubiera sido imposible sin el acceso al poder. Gente que de la noche a la mañana pasa de vivir en decentes pero modestas condiciones, pero que una vez encaramados en la guayaba no se conforman con menos de La Cañada que nunca hubiera estado en su lista de probabilidades sin mediar esa mágica transformación.

Si el simple enriquecimiento ilícito indigna y enerva, cuánto más cuando se entiende que el mismo es posible porque se están robando el dinero que tendría que servir para atender a nuestra gente más necesitada. Pero lo peor es que ni siquiera viéndolo tan gráficamente, movemos un dedo para verdaderamente atacar ese vicioso sistema.

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