Luis Fernández Molina

Una sociedad convulsionada y más de 30 años de transcurrir en un mundo político dominado por intereses particulares y no colectivos, nos llevan a la ineludible conclusión de que son impostergables las reformas a nuestra Constitución Política. Lo he dicho y ahora repito. En mucho, la necesidad de enmiendas se debe al prurito de nuestros constituyentes de ser detallistas y perfeccionistas rayando en lo fariseo. A diferencia de otras constituciones más estables que contienen solamente lineamientos generales y principios universales sobre los que se deben construir los pilares de la convivencia, la nuestra es muy detallista. Como la gran mayoría de países latinoamericanos hemos diseñado e imaginado un Estado ideal, una «ciudad de Dios», una Utopía a lo Tomás Moro o Robert Owen.

Varios son los aspectos que merecen revisarse, pero el área prioritaria es precisamente la justicia que es la fórmula de la convivencia social, la razón de ser del Estado. «Sin la justicia ¿qué serían los reinos si no bandas de ladrones?, y ¿qué son las bandas de ladrones si no pequeños reinos» (San Agustín). Necesitamos un sistema de justicia real, efectiva, confiable que libere los potenciales de los guatemaltecos -que indudablemente están allí, latentes- en base a la certeza jurídica y respeto a los derechos individuales.

Ahora bien, las reformas deben transitar por un fragoso camino, empedrado y espinoso. Un laberinto de Cnosos, una ruta de Ulises. Pero son los umbrales que necesariamente deben cruzarse para que se materialice una iniciativa integral. Requiere, como cuestión de fondo, que la propuesta tenga congruencia y que sean pertinentes las reformas, y en cuanto a la forma, de una buena estrategia para su implementación.

La estrategia a que hago referencia debe estar consciente de que el último paso es la aprobación del pueblo. De nada sirven todos los avances previos si al final la población vota por el NO. La planificación a que hago referencia debe repasar las circunstancias de los referéndums de 1994 y 1999 en Guatemala y los recientes casos del Reino Unido y de Colombia. En estos dos últimos la población votó, sorpresivamente, por desechar lo que el gobierno proponía. Al caso colombiano se agrega el abstencionismo de la población a quien, por dicha actitud, poco le importaban los cambios.

Todo indica que los hermanos colombianos votaron más en base a sensaciones que a reflexiones. Después de todo leer y compenetrarse de las 297 hojas del tratado no es tarea que hayan realizado muchos ciudadanos. En 1994 los chapines votamos por el SÍ, motivados por el extendido rechazo al gobierno de Serrano y sus secuencias. En 1999 la población no entendió ese complejo cuestionario que contenía preguntas tan disímiles. Deshojando margaritas: «Me quiere/no me quiere». Han sido errores de presentación que en el caso colombiano se agravaba por la falacia simplista de que votar «sí» era votar por la paz y «no» era un rechazo a la paz.

Por otra parte los promotores. Ramiro de León supo vender la idea, Arzú no. En Colombia la actitud triunfalista de Santos y de Timochenko generó anticuerpos en muchos votantes como también el papel protagónico de Cuba al punto que Raúl Castro aparecía como el verdadero padrino de los acuerdos. Acaso los primeros dos ya acariciaban el premio Nobel de la Paz (sabidos de su favoritismo que se cumplió). En los mensajes públicos dieron la impresión de que ellos eran quienes disponían y no el pueblo. Como que la opinión general era «pan comido», un mero requisito formal. Siempre la población rechaza todo lo que suena a imposición. (Continuará).

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