Eduardo Blandón

Algunos políticos y pensadores recurrentemente utilizan el concepto de soberanía para poner en guardia a la población frente a Estados que, en virtud de sus poderes omnímodos, permanentemente se inmiscuyen en política interna. Esas también súper organizaciones (Naciones Unidas, por ejemplo) son unas bestias, identificadas como perniciosas para la «autodeterminación de los pueblos».

Para los sesudos, la soberanía se convierte en un Santo Grial que merece su preservación a toda costa. Más aún cuando los imperios se alimentan de Estados desorganizados, con paisaje corrupto. Esos países atomizados y empobrecidos donde la música democrática es una cacofonía a los oídos de poco cultivo.

Innegablemente el discurso reditúa. Primero, porque toca fibras en sensibilidades heridas por un pasado violento. La historia es un cementerio de actores desalmados que protagonizaron intervenciones vergonzosas en nuestra sociedad. Eso no se puede olvidar. Segundo, por toda la carroza que acompaña los valores cívicos que ensalza la soberanía como un valor capital para el desarrollo de una nación.

El problema con la soberanía es la instrumentalización del concepto para beneficio propio. Como cuando políticos al estilo de Pérez Molina o el Partido Patriota piden la desaparición de la CICIG por vil intromisión en la autodeterminación guatemalteca. Usted ya se habrá dado cuenta que lo que piden ese tipo de políticos es simple y llanamente la impunidad. No es la soberanía lo que les preocupa, sino el saqueo gozoso de la hacienda pública.

Comparto la preocupación por la soberanía nacional. Me sumo a los guatemaltecos que critican la intromisión descarada de países que quieren mandar y hacer fiesta de los recursos nacionales. Pero, asimismo, creo que debemos ser cautos con nuestro prurito de ver «micos aparejados». Más aún, advertir los vicios de un discurso que se convierte en punta de lanza para la preservación de actividades ilícitas.

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