Isabel Pinillos
ipinillos71@gmail.com

Según la historia familiar, cuando era niña, soñaba con tener el pelo negro, lentes “escuros” y un carro azul “particular” de tres ruedas. Ante la diversión de los adultos de tal excentricidad, pude haberme inspirado en una de los “Ángeles de Charlie”, que proyectaba a la mujer setentera, independiente y autosuficiente; y claro que el carro de mis sueños era deportivo y aerodinámico porque contaba con una llanta adelante y dos atrás. Pensaba que al decir que era “particular” le daba cierto aire de sofisticación. Me inventaba palabras como “difácil” cuando no tenía ganas de explicarle a los adultos si algo era fácil o difícil. Las muñecas me aburrían y prefería mil veces columpiarme hasta el infinito, subirme a los árboles, montar bicicleta y jugar en una piscina hasta ponerme azul del frío y los dedos convertidos en pasas. Adoraba las cosquillas de mi mamá hasta el sufrimiento y me encantaban los libros de misterio. Con mi prima éramos cómplices de las más terribles picardías que aún no puedo confesar.

Ahora como mamá, he disfrutado de las “ocurrencias” de los patojos, y lo que he descubierto es que si nos divierten tanto es porque los niños en su inocencia se descomplican la vida por completo. Al crecer, poco a poco nos infectamos con prejuicios, con las normas sociales, con mandatos heredados que nos mantienen aferrados a un status quo donde creemos tener una respuesta para todo. Esas ocurrencias deliciosas contienen la sabiduría que la Divina Providencia nos envía a través de estos pequeñitos emisarios cuyas preguntas tan simples y a veces incómodas cuestionan lo absurdo del mundo.

Al escribir esto, estoy conciente de los millones de niños en el mundo cuya niñez ha sido robada debido al hambre, las guerras, la falta de salud y de educación. Algunos han sido explotados física y emocionalmente y sus frágiles almas atraviesan infiernos indescifrables. Los índices de trabajo infantil, baja escolaridad, insalubridad, mortandad y embarazos de adolescentes son altos en un país como el nuestro, donde alcaldes consideran una buena idea regalar cajas de lustrador a los chicos del pueblo, en vez de propiciar que ejerzan esta etapa básica de su vida.

A pesar de estas duras realidades, el primero de octubre muchas familias celebramos el Día del Niño. Pero más allá de propiciar otra fecha para que los comercios hagan negocio, es vital que como sociedad rescatemos la noción de que cada niña y niño es el prototipo del ser humano en su manifestación más pura, incontaminada, programado únicamente para amar, para crecer, para descubrir. Es necesario que crezcan libres y protejamos su esencia del cinismo para que puedan encarar el futuro con mayor asertividad que sus antecesores. Son estos seres los que heredarán este planeta que les dejamos con más problemas que soluciones. Con la visión de ellos podríamos aplicar las reglas básicas que les enseñamos: cuida tu espacio, recoge basura y no la botes, no mientas, piensa antes en los demás, comparte tus juguetes, espera tu turno, di gracias y por favor.

Lo cierto es que en alguna parte, todos tenemos a un niño interior que vale la pena sacar a pasear de vez en cuando, para reconectar con esa versión inalterada de nosotros mismos que le da importancia al ahora y que aún se atreve a soñar.

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