René Leiva

Tantear la aventura, atreverse a incursionar en ámbitos cercanos y cerrados, renunciar un tanto a la inercia acumulada y no resignarse a ser (sólo) quien se (supone) es, quien ha devenido encarnación de un reflejo social condicionado, quien los otros presumen conocer, quien hasta entonces -entonces- se ha sido o creído ser… Debe haber otro; otro signo, tan escondido como la mujer desconocida.

En algún momento Don Quijote supo que era el protagonista de una historia escrita además de vivida. También la palabra soporta una aventura, a veces más allá del hombre; la palabra que nombra al hombre. Contar la aventura es lo que cuenta, contarla, cabalmente, con palabras, con nombres… En este caso, todos los nombres condensados y diseminados en uno solo.

Un hecho más o menos fortuito, dentro de la rutina, a manera de reactivo químico-social para conocer ¿por quién? la (verdadera) naturaleza de un hombre o mujer sin especiales o reconocibles atributos… hasta que un extraviado enigma le crece por dentro.

Marcel Proust: «Todo lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir aquello que, sin ese libro, él no podría ver por sí mismo.» (Una luz exterior para encontrar la verdad interior, desconocida, confundida con su encierro.)

Básicos e implícitos en la narración, los contextos social y familiar, derivados del contexto histórico, tan extraños y ajenos, incluso, para el lector curtido en relatos de inusitada ficción, que suponen o presuponen una suerte de heroísmo habitual vivir o existir en ellos de tan ciertamente reales… Por ejemplo, instituciones burocráticas de compleja y absurda interrelación entre los propios funcionarios, al extremo de que sus formalidades exhiben deformidades conductuales cercanas a la abominable alienación, de tan normales.

Cuando un hombre gris, sin ningún brillo entre las otras sombras, es signado -mas no ciertamente privilegiado- por el azar para ir en busca de lo ignorado, para encontrar a la mujer -y al amor- que se supone es mucho más que un nombre y otras palabras elementales en un papel.

La apenas confesable insatisfacción que incita a la búsqueda para satisfacer motivaciones imprecisas… La agónica semilla del fracaso germinada en las fugaces estaciones del encuentro para siempre postergado… El ondulado camino de la aventura, escaso, delinea un mapa que no es sino el retrato y radiografía del aventurero, y su diagnóstico.

En el libro, pues de un libro se trata, en sus singladuras, la aventura colateral de la palabra, del nombre de las cosas, a pesar o precisamente por el espíritu asceta y desmaquillador de la prosa, prosa seminal y vinculante.

Aventura, nombre de mujer; su puerto el amor, su mar el misterio, su balsa… ese corazón, lugar común y depredado, con inclaudicable vocación de náufrago y cebo para caníbales. (A veces, el curso cursi de una lectura sin cauces ni causas.)

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