Eduardo Blandón

Uno de los nombres que reciben quienes trabajan en una institución del Estado es el de “servidor público”.  Título, me parece, inapropiado por la falta total de conformidad con la realidad.  Y aunque es cierto que algunos burócratas, los menos, pueden ser la excepción, la cruel realidad es que la mayoría más bien se sirve del Estado para los fines que todos conocemos.

Veamos, por ejemplo, a nuestra flamante exvicepresidenta, la reina de la avaricia nacional, Roxana Baldetti.  Ella encarna en grado sumo la antítesis de eso que a veces llamamos (me incluyo) “servidor público”.  ¿Dígame usted si no es audacia, equívoco o imbecilidad mayúscula, llamar a la soberana de las patrañas contra el Erario Público, “servidora pública”?

Con el tiempo las palabras pierden categoría, pero su fama (muchas veces de manera inmerecida cuando pierden su nobleza) aún pulula en la boca de quienes por costumbre las usan.  Es como cuando por hábito se dice que un empresario -escribo de los nuestros, aunque quizá no todos, pero buena parte de ellos- es un sujeto “arriesgado”, “audaz” y “valiente” porque “arriesga su capital”.  ¡Pamplinas!

La CICIG ha dejado en evidencia que mucho del empresariado más bien apuesta a lo seguro con un Estado flojo y mal administrado.  Los veteranos del capital, los oligarcas tramposos, no son mejores que los que ahora están sometidos a la ley.  Extraña por eso que la Comisión Internacional antes citada los trate aún con guantes de seda, cuando son corresponsables del estado de postración nacional.

No hay tales “servidores públicos” ni “empresarios intrépidos”.  El Estado es un botín del que hay que aprovecharse con ingenio o sin él.  Así, mientras los estetas de las finanzas disimulan el saqueo, los pollinos rebuznan llamando la atención en su impericia para quedarse con lo ajeno.  Es casi para ponerse a llorar.

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