Isabel Pinillos – Puente Norte
ipinillos71@gmail.com

El lunes fueron 84 millones de personas quienes vieron el debate entre Donald Trump y Hilary Clinton en su casa por TV (un récord de vistas a debates presidenciales, sin contar las personas que lo vieron por internet, o en algún restaurante o bar). El público hispano también se hizo presente. Sólo Univisión reportó 2.5 millones de vistas en su página y según el Washington Post, la búsqueda en español “registrarse para votar” en Google alcanzó su punto más alto en la historia, durante la transmisión del debate en Estados Unidos.

Desde el primer debate televisado entre Nixon y Kennedy en 1960, esta forma de comunicación política se ha convertido para los estadounidenses en uno de los principales ingredientes de lo que están hechos sus presidentes. En sus inicios, los debates tenían como objeto la defensa sobre argumentos sustanciales. Hoy vemos cómo el debate se ha convertido en una especie de circo, en donde las fieras se desgarran ante la mirada de millones de espectadores estimulados por el show. Como en un cuadrilátero de “Don King” los luchadores tienen la oportunidad de dar buenos ganchos a sus oponentes, verlos esquivar el puño y contraatacar con fuerza. Hoy en día, un buen debate tiene todos estos elementos, y permite conocer a cada candidato en un ambiente que éste no controla, y debe valerse de sus conocimientos y entrenamiento para salir bien parado. Pero siempre existen los “golpes bajos” en donde hay ataques personales o salidas poco decorosas. Actualmente alrededor del debate presidencial de EE. UU. se produce toda una parafernalia de diversos eventos: están los “fact-checkers”, quienes comprueban en tiempo real las aseveraciones de los candidatos; los expertos en lenguaje corporal, quienes contarán la historia desde el punto de vista de las micro-expresiones; los interminables comentarios de analistas y simpatizantes; y finalmente, los escrutinios en los que el público da la victoria a quién considere ganador del debate.

Durante una hora y media, los dos candidatos fueron cuestionados en temas relacionados a la economía, el problema racial en ese país y la seguridad, sin siquiera llegar a tratar el tema migratorio. Por el bien de Guatemala y el resto del mundo mi apoyo va en contra de Donald Trump, no sólo por los valores que encarna sino porque carece de liderazgo, entendiéndose a un líder como alguien capaz de inspirar a los demás. Cuando se le hacen preguntas directas es esquivo y recurre al ataque, miente y luego se retracta cínicamente. Es volátil, agresivo, irritante y posee la inteligencia emocional de un niño malcriado que todo lo consigue mediante la intimidación y manipulación. No posee ni los conocimientos básicos para gobernar, ni el temple que se necesita para ocupar la Oficina Oval.

No resulta sorprendente, pues, que los principales medios dieran la victoria a Hillary Clinton, una estadista sazonada, acostumbrada a la presión y a desenvolverse en público y quien mantuvo la compostura en todo momento. Clinton atacó a su oponente en varias ocasiones develando su racismo, su misoginia, su visión mercantilista del estado, su falta de ética en los negocios y su “logro” de no pagar impuestos. Pero desafortunadamente, Trump sigue de pie y todavía constituye una gran amenaza. En realidad, la encuesta oficial coloca a la candidata con una ventaja peligrosamente reducida (48% a favor de Clinton, 40% de Trump y 10% indecisos). Estén atentos a los próximos dos debates en donde esperamos ver ventilar el tema migratorio. Ojalá nos libremos de tenerlo como jefe político de la mayor potencia mundial y veamos un arrollador knock-out. Hasta entonces.

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