René Arturo Villegas Lara

Hace unos días, en un matutino, se dio una información de antaño, contando que el Zar de Rusia, algún Pedro pudo haber sido, pequeño o grande, hace muchos años, impuso un impuesto, tributo, carga o contribución que debía pagar todo ciudadano que usara larga barba en su vida cotidiana. La idea del zar, según se cuenta, era que los barbudos se quitaran ese aditamento peludo y que los rusos se presentaran como los ciudadanos de la Europa mediterránea. Esa noticia me permitió recordar a muchos barbudos que me asustaban en mi niñez. A Chiquimulilla no llegaban camionetas ni camiones, pues no había carretera por ningún lado, ya que la vereda que arrancaba desde Cuilapa y que hicieron a puro azadón y piocha, don Chalío Herrate, el padre, y los alemanes de la finca “La Morenona”, escasamente llegaba hasta un profundo barranco que llamaban “El Imposible”, ya que nadie lo podía cruzar y de allí en adelante era camino de mulas o caballos. Para poder llegar a mi pueblo, me contaba mi tío Herlindo, el chofer que se atreviera tenía que irse por las vegas del río de Los Esclavos y eso significaba ir apartando el ganado que pastaba en los humedales. El único piloto que se atrevía al viaje era don Rafael Garzaro, dueño de un camión que no tenía puerta en la cabina y los que le acompañaban en ese espacio, tenían que amarrarse con un lazo, para no parar revolcado en el suelo. Pues bien, don Rafael uso una larga barba toda su vida, porque juró ante sus amigos del pueblo, que se la quitaría hasta que le vendieran buenas llantas para su camión. Nunca se la quitó y siempre llegó a dejarle mercadería a los chinos y regresaba con muchos cueros curtidos, petates de San Juan Tecuaco, panela que fabricaba don Chiveco Melgar y garlos con quesos de Taxisco, los mejores del mundo. Así, el viaje no era por gusto. Y a los patojos nos daba miedo el viejo barbudo, al extremo que cuando se oía la bocina allí por los cañaverales del trapiche, parecida a la tos de chucho, en lugar de esperar para montarse en la carrocería como patojo novelero, mejor nos escondíamos entre la basura de la caña porque daba miedo la tremenda barba de don Rafael Garzaro, que le llegaba al ombligo. También tuvimos que asustarnos con la barba de don Pedro, el brujo mayor de Guazacapán, que era tan larga, blanca y negra, que hasta se la trenzaba como un faraón de Egipto. Ya como de 12 años, una noche me encontré a don Pedro en una calle aledaña a mi casa. Cuando lo vi, me quedé petrificado, y cuando me dijo “Bueeeenas Noooches”, pegué la carrera y hasta me tuvieron que rezar los Santos Evangelios. Por eso también me daba miedo acompañar a mi madre a la iglesia de San Sebastián, cuando veníamos al pueblón, porque me daba miedo la barba del Padre Eterno. Claro que las modas vienen, se van y regresan, como dicen los sociólogos. Hay personajes que uno los recuerda e identifica por su barba o su bigote afrancesado. En don Justo Rufino, la famosa barba de perilla y su camisa de manta blanca; Reyna Barrios y don Chema Orellana, con bigotes atusados; don Manuel Estrada Cabrera con su bigotón superpoblado. Y los antiguos presidentes de los Estados Unidos junto a los generales de la guerra civil, lucían grandes barbas de antaño. Y uno se pregunta: ¿Cómo hacían para tomar sopa con crema y no chorrearse? Alguien dirá que se vuelve costumbre. Hoy, parece que algunos desprecian el pelo, se rapan totalmente y se dibujan figuras diabólicas de toda índole. Y ¿Qué decir de los futbolistas? Allí tiene usted a Messi, que se ve todo maltrecho porque se dejó crecer la barba; o a Márquez del Comunicaciones, que con barban en lugar de crecer se ve más cortito de estatura; o a Mota del Municipal, que se ve más viejo por la barba. En fin, “cada uno es cada quien”. Y si fuera cierto el dicho de don José Milla, que también usaba barba de perilla, de cada pelo hace su propia sombra en el suelo, pues entonces los barbudos ocupan más espacio vital que el que les corresponde en este superpoblado mundo, de manera que el gobierno, que no haya dónde imponer impuestos, puede tomar como ejemplo al Zar de Rusia, e imponer un tributo a cuanto barbudo haya en esta comarca: los barberos y los vendedores de máquinas de rasurar, se lo van a agradecer.

Artículo anteriorOtras formas de hacer patria
Artículo siguiente¿Qué se estará negociando por el Presupuesto?