Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

En estas fechas de septiembre se puede palpar el sentimiento patriótico de los guatemaltecos que se desborda no solo en los desfiles y portando antorchas, sino también en muestras externas más sencillas como la profusa portación de banderas y el recuerdo de nuestra Independencia que se concretó el 15 de Septiembre de 1821, pero sin que entremos a profundizar o siquiera conocer, no digamos entender, cómo y por qué los mal llamados próceres dieron ese paso que perseguía atajar cualquier movimiento popular en busca de la real independencia y, marcando una larguísima tradición que aún perdura, para dejar de pagarle impuestos a la Corona.

Hace muchos años parte de la formación de la niñez y la juventud algo se refería al civismo y generaciones anteriores recibían clases de moral y urbanidad como uno de los puntos esenciales de la enseñanza para la vida. Eso pasó a la historia y por décadas en las escuelas, y por supuesto en los hogares, no se insiste en la formación cívica necesaria para crear verdaderos ciudadanos, plenamente conscientes de sus derechos, pero también de las obligaciones que van con el ejercicio de la ciudadanía.

Por ello es que nuestra concepción de la democracia es tan frágil que se queda en el ejercicio del sufragio cada cuatro años, oportunidad que nos sirve únicamente para darle un cheque el blanco al candidato que votamos para que, de triunfar, en ese período pueda hacer lo que le venga en gana sin tener que rendirle cuentas a nadie. No concebimos el sufragio como hecho generador de un mandato claro, concreto y exigible, mediante el cual la delegación de nuestra soberanía se traduce en el cumplimiento de los compromisos adquiridos en campaña electoral. El voto de castigo al final del período se convierte en la única arma para repudiar a los que defraudaron la voluntad popular.

Y por eso es que cuando llega un momento crucial en la historia, como el que se empezó a vivir hace un año cuando se destapó la enorme corrupción que ha caracterizado a todos nuestros gobiernos, aunque ese destape haya sido encarnado únicamente por los Pérez Molina y las Baldetti, nuestra reacción fue para ir a la plaza reclamando el castigo a los corruptos, pero sin atinar a entender que el problema va mucho más allá y que tiene raíces más profundas en la forma en que fue perfeccionado un sistema que alienta la corrupción y descansa en la impunidad.

Con el voto del año pasado se quiso castigar a los corruptos, pero las baterías sólo pudieron dirigirse a Baldizón y Torres, sin ver que con la conformación del Congreso se estaba dando carta de legitimidad a los defensores más férreos del sistema que enriquece a unos pocos en perjuicio de la mayoría que sigue sufriendo la pobreza y falta de oportunidades porque todo el aparato del Estado se usa única y exclusivamente para beneficio de los cooptadores y los cooptados.

Mientras no entendamos nuestro papel como ciudadanos para cambiar lo que hay que cambiar, seguiremos rumiando frustración porque, llegue quien llegue, seguirá lo mismo como hemos podido comprobar ahora que se eligió al único que parecía no tener tacha pero que, como todos, llegó comprometido y amarrado justamente para hacer también lo mismo que han hecho todos.

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