Juan Jacobo Muñoz Lemus

Muchas veces se ha utilizado la comparación entre vivir la vida y conducir un automóvil; y tiene sentido por ser un tema de convivencia. La circulación de personas y vehículos en la vía pública merece tener algún orden, por interés social y en nombre del bien común, y por nuestra tendencia a ser primitivos.

Hay cosas que son sencillas: El servicio mecánico no es opcional. Inflar una llanta muchas veces, sugiere algún clavo. La bocina se ideó para espantar animales, no para intimidar personas. El que choca es el que paga. Los autos ruidosos son molestos. Pasar por charcos moja a la gente y echarle el carro la asusta.

Pero el truco de un buen conductor, además de saber conducir, es desarrollar la habilidad de ver cómo lo hacen los demás. Esto implica ver al frente, a los lados y utilizar los espejos. El timón y los frenos son fundamentales, pero no son lo único.

La velocidad excesiva provoca accidentes o lanza por despeñaderos. No tiene caso en las calles, por más que se corra, llegar a ser el primero frente a un semáforo; y si hay una satisfacción en eso, tendría que ser demasiado espuria. De pronto sería mejor hacer como con los caballos, con los que más vale, paso que dure y no trote que canse.

Es una norma de urbanidad, reconocer que el peatón y los automóviles que viajan en ascenso, tienen preferencia de vía, pero tal vez sea más valioso, aceptar que un buen conductor, nunca lleva la vía; lo que implica ser juicioso, precavido y anticipar consecuencias.

Cualquier semáforo exhibe señales de parar, tener precaución y avanzar. El beneficio de que sean todos, es que no queda lugar a dudas. Si uno no se detiene cuando le corresponde, algo le hace parar; un peatón, un hoyo, un poste, otro automóvil, un policía, un balazo, lo que sea. Lo correcto tras una buena valoración de la realidad, sería parar, y sentirse tranquilo con la decisión de haberse detenido.

Generalmente somos miles en las calles, de allí que resulte absurdo sostener que el tráfico nos afecta, cuando nosotros también somos el tráfico. Sería bastante egocentrado decir desesperadamente, que solo a uno le pasa lo que le está pasando a todos.

Todos queremos llegar a alguna parte, pero ante los imponderables, es necesario hacer lo que haya que hacer, ir a donde haya que ir y llegar cuando haya que llegar. Y recordar que muchas cosas se tienen que juntar para que ocurra un accidente y que un piloto solitario, únicamente es un factor dentro de tantos. Somos apenas un individuo a bordo de una máquina inserta en un enorme sistema de cosas; lo más sensato sería entender que cada individualidad es su propio límite.

Hay locuras muy lindas y, otras bastante locas como morir en un accidente por imprudencia, por ejemplo. O llegar a cualquier sitio y no gozar el viaje, recorrer grandes distancias por no saber a dónde se va, sin entender que es mejor equivocarse yendo por el camino correcto. Y si asumimos que uno exhibe lo que aprecia de sí mismo, presumir un carro es muy poco que mostrar.

La tranquilidad uno se la hace, nadie se la da. Por eso, conocerse es una forma de no dejarse sorprender por uno mismo.

Artículo anteriorEl silencio de Enrique
Artículo siguienteDemandar al Estado