Adolfo Mazariegos

Hablar de igualdad en Guatemala (o desigualdad en este caso) puede parecer un asunto trillado, un asunto ajado en las páginas del tiempo y de la historia, algo que suele apreciarse como desde una ventana lejana a la que muy pocos se atreven a acercarse para ver a través de sus empolvados cristales. La evolución histórica del Estado guatemalteco (partiendo de la Colonia), presenta particularidades que de alguna manera se han mantenido hasta el presente, y que han delineado un azaroso camino que, en honor a la verdad, no ha sido ajeno al resto de América Latina ni de todos aquellos países colonizados en alguna etapa de su historia, lo que les ha llevado a convertirse, por el devenir de esa misma historia y por sus propias particularidades individuales, en los países a los que a alguien, en algún momento, con justificación o no, se le ocurrió llamar tercermundistas primero, subdesarrollados o en vías de desarrollo después. En ese sentido, justo es reconocer que, dado que no todos los Estados se han desarrollado ni se siguen desarrollando al mismo ritmo ni con las mismas tendencias, resultaría igualmente injusto e incongruente, colocarles a todos en el mismo saco. Sin embargo, en el caso de Guatemala y particularmente a nivel de gobierno, muy poco se ha hecho a través del tiempo para reducir esa desigualdad existente e innegable que ha mantenido al país con muy bajos índices de crecimiento y desarrollo. Las políticas públicas en materia de economía (principalmente, aunque no con exclusividad), erróneas o mal intencionadas, no solo han permitido el aumento de esa desigualdad de por sí nefasta, sino que han provocado asimismo y lamentablemente, bajos niveles de crecimiento. Nos hemos acostumbrado a esa suerte de cultura casi generalizada de “luego vemos cómo lo arreglamos” abriendo agujeros por aquí y por allá para tapar algunos otros más por allá. La desigualdad se combate con verdaderas acciones enfocadas al bien común, con educación, con salud, con empleo digno y bien remunerado, y no con acciones que por el contrario socavan la confianza, las capacidades y potencialidades de la gente (el mayor activo del que puede disponer toda sociedad). El guatemalteco ha comenzado a darse cuenta de eso (aparentemente) y a cuestionarse sobre las verdaderas bondades de su particular “democracia”, no como el método mediante el cual se le permite participar en procesos eleccionarios cada cuatro años, sino como un sistema de gobierno real mediante el cual puede mejorar su forma y su nivel de vida. Y en ese sentido, es menester que el ejercicio político-gubernamental tenga, como uno de sus elementos principales e ineludibles, no solo la generación de correctas políticas públicas, sino también la adecuada implementación y seguimiento de estas. Un gobierno en ejercicio en el marco de un sistema “democrático” como el nuestro, debe ejercer en función de un interés general, y no en función de intereses puramente particulares. La desigualdad es un asunto serio. Y en Guatemala existe notablemente. Pero… ¿Qué vamos a hacer?

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