Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Tendría que darse por sentado que si en algún tema no debiera haber disidencia ni falta de entendimiento es en cuanto a la necesidad de combatir la corrupción que nos empobrece por el sistemático derroche de los recursos del Estado que tendrían que ser destinados a la inversión social. Siempre he creído que la corrupción y la impunidad, que tanto alienta a los corruptos, son los vicios que afectan a todos los ciudadanos y alrededor de los cuales se puede y debe intentar una muy fuerte cohesión social para plantarnos en una demanda intransigente sobre el asunto.

Sin embargo, hay que reconocer que tantos años de corrupción nos han permeado como sociedad al punto de que, empezando por el Presidente de la República que fue electo como rechazo a los políticos tradicionalmente corruptos, ha insinuado que la lucha contra la corrupción es una molestia que detiene el normal desarrollo de la vida nacional. En su caso se queja de que por tanta alharaca sobre los trinquetes se ha dejado de ejecutar el presupuesto y se detiene la actividad pública, en tanto que en términos generales se tiene que admitir que siendo la corrupción extraordinario y muy valioso componente de nuestra actividad económica, el miedo que generan las investigaciones en marcha ha provocado también una desaceleración de la economía nacional.

Y cada día se nota más el cínico comportamiento de quienes reniegan de las acciones del Ministerio Público o de la CICIG en materia de corrupción y, mucho más, de las acciones de la Superintendencia de Administración Tributaria por la evasión fiscal, llegando al punto de que la misma Cámara de Comercio Norteamericana (AmCham por sus siglas en inglés) cuestione que se estén realizando mecanismos legales para recuperar impuestos omitidos por empresarios que violan la ley, como si en Estados Unidos el tema fiscal no fuera uno de los que más celosamente se cuida y, más aún, se persigue.

Entonces resulta que no hay tales de que el asco a la corrupción se convierta en el gran cohesionador de la sociedad guatemalteca, porque es evidente que no hay disposición de mantener posturas intransigentes frente a la corrupción. El Presidente se molesta porque no puede pagar a proveedores corruptos, cuando él lo que quiere es mantener funcionando el aparato del Estado a como dé lugar, lo cual hay que interpretarlo en su debida dimensión.

Y no digamos nada respecto a la impunidad, puesto que la misma fue criticada y seriamente cuestionada cuando parecía que funcionaba a favor de pandilleros, asaltantes o criminales de guerra, pero la percepción cambió por completo cuando se hizo evidente que sus beneficiarios también eran personajes de la alta sociedad sobre los que no cabe ni siquiera la duda porque se establece el carácter sagrado de la presunción de inocencia.

En resumidas cuentas, como sociedad estamos tirando la toalla en cuanto a la reforma del Estado para generar un modelo que ponga fin a esas dos lacras. La impunidad y la corrupción apestan cuando son paja en el ojo ajeno, ciertamente, pero resultan muy útiles cuando son viga en el propio.

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