Claudia Navas Dangel
cnavasdangel @gmail.com

Iba con la biblia en la mano. La alzaba recurrentemente, cuando creía interpretar lo que en ellas decía, cuando llamaba la atención de su púlpito, que callado, soñoliento quizá, cansado, resignado, escuchaba… no, oía más bien como del Levítico llegaba hasta Jueces, Salmos y Proverbios.
Solía somatar su puño contra el pecho y recitaba de memoria: por mi culpa, por mi culpa, mientras pensaba que era mía, la culpa. Yo, como la Magdalena exclamó en esa eterna Misa de marzo, era una pecadora. Yo y todas las mujeres que sentadas en las duras bancas de madera de ese recinto en donde el coro desconocía por completo el porqué de la existencia de las notas musicales, menstruábamos cada mes y hacíamos caer en tentación al hombre creado a la imagen y semejanza de un Dios, que para él, en ese instante de éxtasis, era tan sólo padre de padres, de varones.
Ella no hacía otra cosa que proclamar su bondad. Infinita piedad que daba pan que no robo Juan, pero que ella no comió, al hambriento. Ropa que ya destiñó al mal vestido y zapatitos cochinitos, al que los encuentra más limpitos en la paca.
El diezmo siempre era oportuno, el vino con el que no se comulgaba equivalía a una dotación de alimentos semanal para una familia de cinco.
Los aleluyas, los llantos, el olor a rosas que mi pecaminoso olfato nunca percibió, «los cristianos» y los que los domingos cambiamos la Misa por un ceviche. El séptimo día, el cura «becado», las Atalayas y los chicos rubios de camisa y corbata.
Cuentas que pasan por los dedos, cuentas que crecen y crean megatemplos.
Niños quemados, niños violados, niños con hambre limpiando ventanas. Mandamientos en desorden en mí aturdida cabeza. Templos llenos y a la vez vacíos. Santos, hostias, versículos en Facebook, cadenas-condenas y el teléfono suena. Invitación-acoso.
El, ella, usted y yo a veces vamos por la vida dando bendiciones con la paja en el ojo ajeno, la mano en el bolsillo equivocado, el ojo en el marido de la prójima y alabaré señores, que la misma tijera nos ha cortado a todos.

Artículo anterior“Egipto, un don del Río Nilo”
Artículo siguienteEl pastor endiablado