Luis Fernández Molina

El estadio nacional -“olímpico”- y el gimnasio, también nacional, comparten varias peculiaridades. Para empezar se encuentran en los terrenos que fueron propiedad del señor presidente, Benemérito de la Patria, don Manuel Estrada Cabrera. El gimnasio está en lo que habrán sido los potreros de “La Palma” y el estadio en lo que fue el barranco de La Barranquilla y el rastro de la ciudad. Forman parte del complejo denominado “Ciudad Olímpica” que se construyó poco después de la Revolución de Octubre, habiendo sido terminada en 1949, un día antes de la fecha establecida contractualmente. Cabe hacer mención la magnífica ejecución del director de las obras, el ingeniero Juan de Dios Aguilar; ejemplo de mentalidad positiva ya que desde estudiante, tenía en mente este proyecto que fue, por lo mismo, el tema de su tesis de graduación. Fue brillante su idea de aprovechar un inútil barranco en una colosal estructura.

Pero hay algo más, ambos templos deportivos llevan el nombre de dos distinguidos atletas de apellido “Flores” (segundo apellido); por eso los dos llevan ese mismo apelativo aunque de muy diversos orígenes. El estadio se denominó Mateo Flores en homenaje a Doroteo Guamuch Flores gran corredor de largas distancias con muy destacada participación en el Maratón de Boston en 1952. Por su parte Teodoro Palacios Flores puso en alto el nombre de Guatemala en sus, igualmente, saltos de altura. El primero es orgullosamente de origen maya y el segundo de proveniencia garífuna. Uno indígena, nativo y originario de esta tierra; el segundo heredero de una cultura que, originalmente, fue sustraída violentamente de África occidental por las prácticas deplorables de la esclavitud; se asentaron por un tiempo en las islas caribeñas, especialmente en San Vicente. Por diferencias con los ingleses salieron en 1791 con rumbo a Roatán, luego a la costa norte de Honduras y de allí se extendieron a la costa caribeña de Centroamérica.

El apellido Flores es de pura extracción española, no solo de Castilla sino de otras regiones de la península. Es obvio que lo trajeron aquellos conquistadores y aventureros que atravesaban el mar para asentarse en estas promisorias tierras. Hubo muchas formas por las que esos apellidos se fueran imponiendo en Guatemala, como también se impuso el idioma, la religión cristiana y la cultura hispana en general. El estudio del traspaso de los apellidos es tan interesante y lo han profundizado muchos historiadores y antropólogos que lo reservo para otra columna. A pesar de ese cambio existe una gama inagotable de apellidos indígenas que hoy día rescatan con mucho orgullo las familias. Es increíble que existan tantos apellidos que enriquecen las raíces de nuestra diversidad cultural guatemalteca. A primera vista no parece existir proporción entre el número de pobladores con la extensión de estos apelativos y más si se toma en cuenta que la mayoría de la población ha “castellanizado” sus apellidos originales. En otras regiones, como el norte de Huehuetenango utilizan de apellido los que son propios de individuos como Juan Marcos o Diego Felipe. Igualmente es objeto de análisis por qué apellidos con nombre de animales: guacamaya, león, coyote, chancho. En todo caso es parte de esa riqueza cultural e histórica que hoy día debemos consolidar, con mucho orgullo, en Guatemala.

Regresando al Mateo Flores, dije en una ocasión que Guatemala empezaría a cambiar cuando el estadio se llamara Doroteo Guamuch. Sería prolijo repetir las causas por las que se no se le puso ese nombre en 1955. Todos las entendemos. Pero igualmente debemos entender que Guatemala en efecto está cambiando.

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