Juan José Narciso Chúa
Nuevamente se abre la discusión sobre una nueva reforma fiscal, en un momento que es particularmente especial en Guatemala, caracterizado principalmente por una nueva dinámica institucional en la SAT, con una gestión joven y además reconociendo la necesidad de implementar rigurosidad en la aplicación de la ley, sin distingo de la dimensión de la empresa o de la vinculación económica de la persona. Pero ante todo, con una ciudadanía interesada en participar y presionando para que ocurran cambios de fondo.
El hecho de generar auditorías que permitan evidenciar con certeza la realidad de la posición fiscal de personas y empresas, ha puesto a muchos a pensar y poner sus “barbas en remojo”, de donde han aparecido empresarios de cardamomo y café pidiendo su crédito fiscal, pero el Superintendente de la SAT con certeza ha respondido que sí, pero luego de hacer las auditorías correspondientes.
La posición del CACIF se puede considerar positiva, pero igual, oportunista. Positiva porque están invitando al diálogo, ojalá sobre la base de una mesa limpia y desprovista de imposiciones; oportunista porque se intuye que quieren parar la danza de auditorías y con ello el revuelo y consiguiente susto ante fraudes tributarios.
Las reformas fiscales en Guatemala siempre han sido de tipo coyuntural; es decir, pretenden resolver problemas de corto plazo; es más tienden a cumplir las necesidades del flujo de caja de cada régimen. Esto no quiere decir que sean malas o que hay necesidad de rechazarlas; sin embargo, las mismas sino pretenden convertirse en bases fundamentales para el largo plazo, tienden a perder su capacidad de impacto de cara al futuro.
Hoy creo que la situación invita a analizar la reforma fiscal en el largo plazo; es decir, ya nada de resolver los problemas de caja de cada régimen, sino apuntándole a atender la necesidad de más ingresos para el fisco, ante la monumental serie de necesidades que existen, principalmente en el ámbito social. Pretender desconocer que la desigualdad es un verdadero problema, equivaldría a una posición ciega y obtusa, sin desigualdad o con bajos indicadores de la misma la situación mejoraría para todos y los empresarios mejorarían aún más. Negar que existe pobreza o pobreza extrema sería absurdo; negar que existe desnutrición sería ingrato; negar que el sector informal sigue creciendo sería necio; negar que la ciudadanía necesita servicios públicos esenciales -salud y educación a la cabeza-, sería terco, pero más allá de ello sería inmoral.
La Sociedad Civil también debe visualizar la potencialidad de la reforma tributaria en una perspectiva estratégica, no se puede continuar con posiciones rígidas, pero sí se debe partir que las necesidades superan a las disponibilidades; y que únicamente poniendo delante de todo esas necesidades, que significaría definir -al fin-, qué sociedad queremos, para que a partir de esta plataforma fundamental, se pueda diseñar y reconfigurar el Estado que necesitamos, la cuantía de ingresos que demandamos y la estructura de gasto que se requiere.
Más allá de estas reflexiones, se debe tener claridad el ejercicio de la asignación y la redistribución del gasto público, lo cual pasa por rescatar la calidad del mismo y sus resultados -que vendrían a ser las transformaciones reales que ocurren en las personas y la sociedad ante una buena redistribución del gasto-. Esta condición obliga a romper esquemas preconcebidos, como la propia estructura del gasto público; es imprescindible quebrar esas rigideces y visualizar el gasto completamente vinculado a las necesidades del país; igualmente, es necesario que se reconfigure la estructura del Estado, ello demanda una arquitectura distinta.
Si al debate de la reforma fiscal se llega con las posiciones cerradas como aumentar el IVA -el estribillo de las élites-o bien únicamente a pretender mejorar la tributación del ISR, no vamos a caminar; es necesario abrir el debate serio, empezando por la carga tributaria, pensar todavía en un 13% es francamente limitado y esconde la perversidad de continuar con lo mismo.
La reforma tributaria debe entenderse como uno de los pactos interelitarios1 imprescindibles para nuestra sociedad; pretender llevar el sentido de una reforma fiscal a proveer fondos únicamente para atender el resto de este régimen resultaría una enorme pérdida de tiempo y un inmenso costo de oportunidad para la sociedad en general.
1 Pacto o acuerdo entre élites. En este caso, las élites políticas, económicas y sociales. El pacto significaría definir en el largo plazo, la orientación global de la política fiscal (carga tributaria, impuestos predominantes, destinos prioritarios, simplificación estructura tributaria, entre otros aspectos).