Eduardo Blandón

Quizá sea el exceso de necesidades en el país lo que explique nuestra creciente desesperación, expresada en los milagros rápidos que pedimos a los funcionarios públicos.  Con el agua al cuello, urgimos salvavidas, incapacitados de tiempos a costa de nuestra vida.

Los burócratas deben saberlo: no hay tiempo para discursos ni buenos propósitos.  Los hospitales están en quiebra y la delincuencia desbordada.  No hay viviendas ni escuelas.  Hemos llegado al límite que compromete nuestra conducta y nos expone a la demencia colectiva.  Somos una bomba de tiempo.

¿Qué se esperaría en esta crisis nacional o en este maremágnum perverso? Como mínimo, decisiones que clarifiquen soluciones de largo alcance. No actos revolucionarios (aunque sería magnífico algo semejante), sino acciones que construyan un estado de cosas que dé cabida a una realidad diferente.

Sería esperanzador, por ejemplo, que un Ministerio de Salud, con sus nuevas autoridades, a partir de una visión al servicio de los más necesitados, estableciera políticas y acciones que beneficien a los demandantes de servicio.  Lograr que los enfermos sean atendidos, obtengan medicinas y sean tratados con dignidad. Nada más ni nada menos.

No se exigen milagros, solo favorecer el funcionamiento de instituciones atrofiadas y enfermas de corrupción. Nada de revoluciones o soluciones mágicas, bastaría un par de acciones sólidas que permitan iniciar cambios sostenidos y significativos en la vida de la gente. ¿Qué se necesita para ello?  Supongo que además de pericia, una voluntad de hierro y mucha mística para hacer el bien. No creo que sea imposible.

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