Juan Jacobo Muñoz Lemus

Divagaba sobre cosas que agradecía en un mundo difícil. Cosas como no ser estreñido, tomando en cuenta que era asunto de todos los días. O que podía dormir sin pena y comer de todo sin melindres. Que no era papá boya, que su familia no lo necesitaba materialmente y no tenía que hacer feliz a nadie. También que su memoria era selectiva y fugaz a veces, que iba morir, que no era tan religioso, o que la envidia no era el peor de sus problemas.

Resentía lo que le pasaba y lo que no le pasaba; y atrapado en un tráfico que él mismo también hacía, ni siquiera podía identificar a un egoísta cuando lo veía, aunque fuera él. Como cuando bostezaba porque otro hablaba (y eso que no era envidioso) y le quitaba la palabra para hablar de sí mismo, haciendo que cualquier historia palideciera ante las suyas; o aseguraba tener razón con una filosofía que barría con la de los demás; o manipulaba para que sus conveniencias fueran las que sucedieran.

Teóricamente sabía que una relación de pareja solo debía dar placer y buena compañía, y que lo demás era cosa suya. Sin embargo, idealizaba y se atormentaba. Celoso y posesivo no veía que la mayor paradoja del celo, es desear tener razón para atrapar culpables. La historia del odio primario que viene del miedo, y del masoquismo esperando abrirle la puerta al sadismo.

Nunca había visto una relación como la que añoraba, no conocía a personas como la que soñaba ser, ni a gente como la que quería encontrar; pero no se daba cuenta que sufría por cosas imaginarias.

Con defectos y una realidad como él la veía; tenía ratos sensibles, aunque su ejercicio mental para cosas irresolubles era como querer hallar con regla y compás un cuadrado que tuviera un área que fuera igual a la de un círculo.

En un mundo donde no se sabía qué llegaría primero, si la inteligencia artificial o el apocalipsis, podía ver que la distancia entre las ideas y las acciones era cada día más grande. Veía padres echar hijos al mundo sin enseñarles cómo atender la vida. Niñas que se brujeaban y perfilaban tras atestiguar aquelarres donde las brujas fingían ser princesas. Gente que más que fea era amargada con el alma como el lienzo donde se transfigura Dorian Gray. Tiempos donde el poder y el dinero eran dioses y la publicidad funcionaba como religión, sin entender nadie que la estética sin ética es patética. Necios de espaldas a Dylan Thomas que rabiaba por la muerte de la luz. Viejos que involucionaban para ser niños felices. Eros y Tánatos enfrentando activos con pasivos.

De tanatología no sabía nada, aunque siempre le había caído simpática la viejita Kübler Ross. Suponía que lo bello del final era el misterio y que no había forma de tenerlo tomado con seguridad. Cada vez trataba de ser menos racional comprendiendo que lo importante es inefable, como la tranquilidad, para muchos inquietante. Ya moriremos todos pensaba, y nos enteraremos de que va. No pocas veces pensó que la vida era un gran sin sentido, un absurdo; y de cualquier forma, no creía que hubiera una forma correcta de encarar a la vida y a la muerte.

Al final se rio, no de él sino consigo mismo y se dijo; si no fuera por mí, todo estaría bien, y se hundió más en su egocentrismo.

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