Luis Fernández Molina

Comentaba en mi entrega anterior que los libros han venido siendo considerados como unos objetos hechos de celulosa prensada. Meros objetos pero pueden llegar a ser tan peligrosos que muchas veces los han tenido que quemar. Infames llamas con que se pretendía quemar el pensamiento. Y donde queman libros después quemarán personas. Disculpará el amable lector que me extienda otra semana en este tema, pero es que cuando se habla de los libros el entusiasmo circula por las venas.

Otros libros se han salvado del fuego pero también son marginados, objeto del escarnio público, de la censura oficial. Son innumerables las listas, a través de los tiempos, de los libros prohibidos. Textos a los que al parecer transmiten algún virus escondido entre sus hojas. ¡No se pueden abrir! Herejes, excomulgados. Para evitar el anatema deben ser previamente sancionados por la ortodoxia.

En todo caso los libros han moldeado a la especie humana y quiero referirme a unos de ellos que han marcado los rumbos de la Historia. Libros que por su contenido o su amplia difusión han dado golpes de timón en el derrotero de la humanidad. Para empezar los primeros cinco libros, el Pentateuco, la Torá de los judíos, que contienen las primeras instrucciones que un Dios Creador del universo da a su principal creación. Los cristianos adicionaron el Nuevo Testamento –los Evangelios– y los musulmanes tienen el Corán. Es increíble que, independientemente del aspecto religioso, casi la mitad de la población mundial se guía por los preceptos de esos libros.

Saulo de Tarso, en sus epístolas desarrolló el mensaje de un líder revolucionario llamado Jeshuá y logró su aceptación por los gentiles. La Ciudad de Dios, de San Agustín nos abrió las puertas a creencias nuevas, diferentes de la dominante religión politeísta greco-romana. La Suma Teológica compaginó las ideas clásicas griegas con el pensamiento religioso y con ello De Aquino impulsó al despegue del pensamiento. La Divina Comedia nos trasladó en un viaje fantástico a las profundidades de los infiernos y a los pináculos de la gloria. Copérnico, en “De Revolutonibus Orbium Coelestium” y después Galileo con “Sidereus Nuncius” nos arrebataron el privilegio de vivir en el centro del universo.

La tinta de Newton logró encerrar, en las páginas de “Principia Matemática” los grandes secretos del universo. Linneo elaboró la clasificación de la fauna y flora y aunque no fue su intención, nos catalogó como vertebrados, mamíferos, primates, etc. abriendo brecha a Darwin quien nos puso un espejo en el que vimos el reflejo de seres peludos poco reconocibles; así el “Origen de las Especies” nos bajó del pedestal y nos devolvió a nuestra realidad material.

Hobbes nos presentó al monstruoso Leviatán que habría de regir en el caos de las sociedades humanas. Por el contrario Rousseau nos convenció de las bondades naturales del individuo y de los beneficios de la colectividad. Kant en la “Crítica de la Razón Pura” inauguró los nuevos límites del conocimiento humano e inició la filosofía moderna. Freud nos develó los pliegues de nuestros más profundos laberintos internos y nos invitó a recorrerlos. “La Cabaña del Tío Tom” fue más que un mera novela recreacional, fue la “propaganda” más efectiva de los antiesclavistas y “provocó la guerra” como dijo el mismo Lincoln.

Curiosamente Marx no influyó tanto con “El Capital” como sí lo hicieron sus intérpretes y glosadores que proclamaban cambios revolucionarios. Einstein nos sacudió con sus comprobaciones que el espacio es curvo y que el tiempo y el espacio se confunden; con ello abre una ventana cuyos horizontes aún están muy lejanos.

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