Eduardo Blandón

Con el pasar del tiempo no sólo la piel envejece sino también el ánimo, los sueños y los ideales. Hay un proceso vital que nos arrastra y nos lleva por senderos nunca vistos. Una especie de realismo que no es más que una capitulación que nos impide renovarnos. Es la decadencia que nos corteja para situarnos en otro lugar.

Mientras eso sucede hay resistencia. La inteligencia en primer orden. Ella busca razones para impedir la degradación en que nos pone las circunstancias. Argumenta, da aliento: viejos los caminos, hay mucho por hacer, proyectos que realizar. Alude los avances de la medicina, la importancia de los fármacos y el imperativo de una conducta ejemplar contra la adversidad del momento.

Sin embargo, la lucha es atroz y cruel. Apenas hay espacios que ocupar, un trabajo, jubilación (digna o indigna), oportunidades. Muy pocas cosas se han concebido para quienes no son jóvenes. Así, hay un sentimiento que se opone al estímulo optimista de un cerebro con buenas intenciones.

Y la perversidad penetra los poros provocando una lucha sin cuartel entre la realidad, los sentimientos y las fantasías mentales que establece escenarios salvadores. Es ahí, en ese espacio de madurez, cuando pueden nacer las grandes obras, en el ímpetu por sobreponerse a la decadencia y mostrar una síntesis curiosa. Un intento que puede ser para algunos el último o penúltimo intento por hacer algo significativo.

De pronto se cree que aún hay rescate. Que su destino no es el naufragio. Diseña nuevas opciones, las ejecuta y somete al juicio de todos. Ya no hay vergüenza ni falsas poses. Es una obra que al mismo tiempo es salvavidas que lo pone a flote. Hay días que uno amanece pensando en esas cosas. Como si fuera un atisbo de eso que llaman el sentimiento trágico de la vida.

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