Eduardo Blandón

El problema con el que se encuentra la sociedad, a veces, consiste en esa exquisitez intelectual de algunos que, en busca de tiempos de espera y mundos perfectos, permiten que otros actores más ágiles saquen ventaja de la esclerosis sufrida por pensadores de buena voluntad.  Lo cual no es un reclamo o una reivindicación de un pragmatismo extremo, sino la búsqueda de un equilibrio que nos conduzca por mejores senderos.

Es el caso, por ejemplo, de esa constante sospecha para poner en guardia a la población de fantasmas imaginarios que no sería sino el inicio de un Apocalipsis advertido en sus preclaras anticipaciones proféticas.  Es la manía intelectual, no puede ser de otra forma, de ponerse a la cabeza de una pretendida manada necesitada de esa luz que permita reconocer el camino para no extraviar la senda.

Esos sesos, siempre pretendidamente despiertos, advierten el mundo retorcido. Los Estados Unidos son un Leviatán maldito, la CICIG el instrumento del demonio, la izquierda es rosa y la derecha, asesina.  El escenario nunca será perfecto para unos pensadores que, aún con todo, a veces su conducta ha lindado con la ingenuidad de niños de pecho.

Es eso lo ocurrido con pensadores que abrazaron en su momento ideologías de dudosa reputación.  Los intelectuales de pluma ligera y conducta laxa.  Hizo falta en esas circunstancias los espíritus refinados, la crítica artera y el celo por la verdad.  Sobró ingenuidad y tal vez una ética retorcida incapaz de imaginar mundos alternos a la medida de las necesidades.

Estas letras no son un reclamo al trabajo suspicaz de los colegas que con honestidad ponen al descubierto las trampas del sistema.  Los deconstructores de discursos falaces.  Los periodistas que desenmarañan ardides.  Es una reflexión sobre el peligro de ser víctimas de nuestro oficio y arrastrar con ello a una sociedad que reclama ideas, pero también acciones.

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