Eduardo Blandón
La muerte reciente de mi padre, mañana un mes, ha tocado las fibras íntimas de mi ser y me ha puesto a meditar en la fragilidad de la vida. Parece un estribillo, pero nunca se está realmente preparado para la muerte de las personas que amamos. La experiencia es demoledora y deja como mínimo, impertérrito o suspendido sin saber apenas qué hacer.
Se veía venir el fin. Mi padre padeció durante seis años un cáncer fulminante. Empezó por la próstata y con el tiempo se extendió a los huesos, columna vertebral y costillas, y, por último, al cerebro. Horroroso. Doloroso. Traumático. Los días antes de la muerte, para aliviar el dolor, con morfina constante. Así se fue, sin quizá, apenas darse cuenta ni despedirse, como muchos querían o queríamos.
Una enfermedad así, sin embargo, da tiempo para demostrar fortaleza y exponer las virtudes más arraigadas del espíritu humano. Así, mi padre mostró ese coraje que quizá solo sea típico en almas grandes. Vivió con un optimismo que solo flaqueó cuando se vio doblegado unos cinco días antes de morir. Recuerdo que le dije que lo había soñado de gira en la ciudad, juntos (en los Estados Unidos donde falleció), conociendo lugares que me había prometido enseñar. «Lástima, me dijo, que eso no pueda suceder. No te lo podré cumplir».
Falleció el 9 de mayo, pero ya lo había visitado en marzo y abril, cuando aún estaba lúcido. Conversamos mucho y le hice entrevistas que dejé registradas en el teléfono. Me sorprendió sus lágrimas cuando se refería a sus padres muertos hacía tiempo. Una piedad familiar que no me lo esperaba. Entonces me dijo que lo iba a extrañar (justo como él recordaba a sus padres), pero que tenía que ser hombre de bien y seguir adelante. Una frase que nos repetía a nosotros y que inevitablemente reproduzco a mis hijos.
Mi padre fue un hombre bueno, una persona justa de esas que son incapaces de hacer el mal. Lo intuía, pero me lo han confirmado la gente que lo conoció y los amigos abundantes que han lamentado su partida. Solo la ilusión de un encuentro futuro y el sentimiento de haberlo amado profundamente, me dan fuerza en estos días de confusión. Es esa fe en las promesas futuras lo único que queda a la mano en circunstancias como estas que ahora escribo.