Claudia Navas Dangel
cnavasdangel@gmail.com

Fue grotesco. La crueldad se reflejaba en sus ojos y se trasladaba hasta sus pies como corriente eléctrica en un cable. Estaban excitados a más no poder y tras cada patada emanaban gritos de evidente satisfacción. Yo no pude con eso, pero mi intervención nada logró. Tras expresarse soezmente hacia mí y darme un empujón que casi le cuesta el retrovisor a un carro estacionado en la avenida, dieron el último golpe, que no dudo dejó sin vida unas cuadras después a ese ser indefenso. Luego con total normalidad, o al menos la que les permitía el alcohol ingerido, doblaron la esquina quedando casi a mis pies un charco de sangre.

Nadie dijo nada, total, era sólo un perro, nadie se acercó a mí al contemplar la escena del empellón de esos brutos borrachos. Me tomó unos minutos aceptar la indiferencia y luego subí a mi carro, arrepentida de haber salido esa noche, como tantas otras antes, en los que la estupidez adquirida a través del licor transforma a algunas personas en animales, aunque quizá esta última aseveración sea errónea, porque los animales no obran de forma tan irracional.

Habrá quien diga que es absurdo intentar defender a un perro, o más aún expresarse en contra de quienes carentes de sentimientos abusan de su nobleza, tomando en cuenta los altos índices de violencia que se viven en el país.

Sin embargo, considero que acciones como esta no son más que el reflejo de lo anterior: de la violencia, de la descomposición social, resabios de un tiempo de guerra, vestigios de inconformidad y resentimiento.
Actitudes así, son en gran medida una muestra de lo que se vive en los hogares, de cómo el egoísmo impera y nos hace ignorar el dolor ajeno, sea este el de una persona o el de una mascota.

Así como esa noche la gente que me rodeaba ignoró al perro, lo hizo también conmigo, y eso pasa diariamente en las calles, al ver a gente llorando tras haber sido asaltada, volteamos al otro lado, sucede cuando vemos a alguien pedir ayuda y nos hacemos los locos, ocurre en las casas, en las oficinas, en todos los espacios.

Vivimos, sobrevivimos y sálvese el que pueda y el que no, ni modo. Abusamos del alcohol o aún sin él, a veces nos envalentonam os y violentamos a quienes creemos más débiles. Atropellamos, fustigamos, es más, nos burlamos, y descargamos en los demás, hombres, mujeres, niños, niñas, hijos, hijas, esposas, compañeros de trabajo, vecinos, toda nuestra frustración, fracasos y miedos.

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