Luis Enrique Pérez

La catastrófica obstrucción de carreteras, como recurso para obligar al gobierno a satisfacer demandas de reales o ficticias organizaciones sindicales, o campesinas, o indígenas, o alienígenas, y la flagrante transgresión del derecho de libre locomoción so pretexto de un corrompido derecho de manifestación pública, me exhortan a meditar sobre autoridad y poder de quienes gobiernan.

La autoridad es la facultad que la ley confiere a los gobernantes para mandar a los gobernados, en el supuesto de que es función esencial del gobierno garantizar el ejercicio de derechos. El poder es la facultad que la ley confiere a los gobernantes para obligar a que sus mandatos sean obedecidos. Alexander Hamilton afirmaba que si los seres humanos fueran ángeles, los gobernantes necesitarían solo autoridad. Empero, evidentemente los seres humanos no son ángeles. Entonces los gobernantes deben tener autoridad y también poder. Aludimos a autoridad y poder para desempeñar funciones propias de gobierno.

El gobierno ejerce su autoridad cuando manda. El gobierno ejerce su poder para obligar a acatar su mandato, si hubiera resistencia ilegal a acatarlo. Si los gobernantes no mandan, la autoridad es meramente una vacua abstracción atrapada en la mera forma de la ley. Si los gobernantes no obligan a que sus mandatos sean obedecidos, el poder es meramente un ornamento de la autoridad. Y si los gobernantes no ejercen ni la autoridad ni el poder, el gobierno se corrompe, es decir, pierde su esencia, y se convierte en un simulacro tan inútil como peligroso. Inútil, porque no gobierna. Peligroso, porque el ciudadano confía en que hay gobierno.

Charles de Montesquieu afirmaba que el peligro de la monarquía es la tiranía, y que el peligro de la democracia es la anarquía. El peligro de la monarquía es el despotismo, porque el monarca tiende a poseer toda la autoridad y todo el poder del gobierno. El peligro de la democracia es la anarquía, porque cualquier grupúsculo de ciudadanos eficientemente organizado, pretende tener la autoridad y el poder que compete exclusivamente al gobierno. Y entonces, sobre la sepultura de aquello que pretendía ser democracia, surge la disputa por la autoridad y el poder; y no ya el derecho, sino la mera legalidad, pierden importancia. Y en nombre de una presunta gobernabilidad, los gobernantes buscan el consenso, es decir, un acuerdo políticamente conveniente, aunque sea ilegal, o atente contra los derechos de ciudadanos ajenos a la disputa por la autoridad y el poder.

De esta manera, la degenerada democracia se transforma, en nombre del consenso, en el prostíbulo en el que se reparte la autoridad y el poder del gobierno; y los gobernantes tienden a tomar, no las decisiones más eficaces para el bien común, sino las decisiones que más halagan a los grupúsculos de ciudadanos que se disputan el reparto de la autoridad y el poder. En ese estado de degeneración de la democracia, y de inevitable aniquilación del derecho o de la ley, el legislador actúa por presunto clamor popular. El juez no administra justicia sino que calcula el efecto político de su veredicto. El ejecutor de la ley se subordina al interés del infractor de la ley. Y gobernar ya no es procurar el bien común, sino complacer el interés privado.

Para conservar aquello que intenta ser democracia, e impedir la anarquía, los gobernantes deben tener la autoridad y el poder que la ley les confiere, por lo menos para garantizar el ejercicio de los derechos de todos los ciudadanos. Y para tener esa autoridad y ese poder deben partir del principio elemental de que el pueblo es una unidad indivisible o una necesaria totalidad. Por esta razón, ninguna parte del pueblo puede reclamar que es el pueblo. No importa que esa parte sea una mayoría pobre o una minoría rica, ni que sea una ruidosa minoría o una silenciosa mayoría. Y la parte del pueblo que pretenda ser el pueblo, incurre en una punible usurpación de calidad.

Post scriptum. Decía Alexander Hamilton: «Una ambición peligrosa acecha generalmente bajo la máscara especiosa del fervor por los derechos del pueblo, y no bajo la ruda apariencia del interés por la firmeza y eficacia del gobierno.»

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