Luis Fernández Molina

En esos años de pujanza industrial de la Europa occidental, los compromisos entre los particulares eran “libres”. No cabía ninguna interferencia ni se admitía limitación alguna en cuanto a las estipulaciones que pactaban los individuos. ¿Acaso no eran libres de aceptar o no? Las condiciones se concertaban sin cortapisas; el único requisito de validez era, precisamente, la mutua aceptación, sin engaño ni fuerza. De esa cuenta un patrono podía tener a un trabajador por un salario (adaptado a cifras actuales) de mil quetzales al mes. Si el trabajador aceptaba así quedaba firme la negociación. Igualmente, al amparo del derecho civil todas las prestaciones del intercambio debían ser directas y conmutativas; si alguien trabaja se le paga, si no trabaja no se le paga. Simple. No había espacio -ni por asomo- para las vacaciones, ni los asuetos, ni el pago de los séptimos días, ni suspensiones (por enfermedad), ni licencias. ¿Por qué habría de pagar salarios si el trabajador no había realizado actividades?

El contrato de trabajo era simplemente un contrato civil que tenía las mismas características y tratamiento que el contrato de compraventa, de arrendamiento, de permuta, de comodato, etc. Imbuido de ese principio, el Código Civil de Guatemala, de 1877 (J.R. Barrios) comprendía al contrato de trabajo dentro del catálogo de contratos civiles; el artículo 1745 encabezaba el apartado de “Locación de Servicios”, los que dividía en “servicio personal” y “servicio de industria”.

En ese momento histórico coincidieron dos factores que, como palancas, presionaron en una misma dirección. Por un lado la referida libertad absoluta de contratación y por el otro lado la concentración de trabajadores desempleados en las grandes ciudades europeas. Por esa causa se aglomeraban en las entradas de las fábricas solicitando un empleo. Esto generó una gran competencia -muy lamentablemente- entre los propios trabajadores ya que, con tal de ser ocupado, cada uno aceptaba condiciones inferiores a las del vecino de la cola. Los empleadores, conscientes de esa realidad y de la ingente necesidad, rebajaban sus ofertas. Después de todo el costo de la mano de obra era uno más en la lista contable de costos que el empresario debía reducir al máximo para incrementar la diferencia entre lo que vendía y lo que gastaba; en otras palabras, para aumentar su ganancia.

Esa plena libertad de contratación y la urgencia de los trabajadores fueron profundizando una gran brecha entre los sectores empresariales y la abrumadora masa de los trabajadores. En este escenario los salarios y demás condiciones laborales fueron a la baja en la medida que más desempleados tocaban las puertas de las empresas. A la par de las miserias derivadas del desempleo crecía la frustración y el descontento de los asalariados. Fue creciendo el clamor de la población que exigía la intervención de un Estado que había estado al margen. Este momento fue la alborada del Derecho Laboral que surgió arropado por el nuevo concepto de Derecho Social.

Hasta entonces el derecho tenía una clara división: público si era asunto del Estado y privado si era interés de particulares. Allá por 1850 fue tomando forma un híbrido que combinaba conceptos de ambas ramas. Tomaba como base el derecho privado toda vez que el punto de inicio era un contrato (sin contrato no hay vínculo) pero luego se asomaba el derecho público que fiscalizaba el acuerdo que habían establecido las partes. Este fue el origen del derecho laboral que aparecía en el escenario como un derecho social con un fin específico: evitar los excesos en la supuesta libre contratación.

Artículo anteriorDurmiendo con el enemigo
Artículo siguienteCAMPANO ILUSTRADO – Rapsodia descompaginada (cinco)