Alfonso Mata
Cuando escucho la radio o veo la televisión, una sensación de angustia y de temor me sobrecoge. La aventura nacional, su amplia variedad de sucesos, me muestra una vida diaria cuajada de barbarismo, de temas particulares, en que se mezclan las mismas ideas: violencia, latrocinio, injusticias y en cuanto al detalle de los hechos que los medios nos refieren, sean estos de un pasado reciente o de actualidad, todos ellos se presentan con un denominador común: irracionalidades que brotan de la voracidad humana, mezclada de constantes violaciones a la propiedad y al derecho de gentes y en medio de eso, nunca aparece, pero siempre está presente, una multitud de desesperados y acorralados, que se refugia en ser observadores como yo, y que solo de pronto encolerizados -más creo que consigo mismo– salen a las calles a «protestar», para dar testimonio de sí mismos, de que existen, de volverse una expresión verbal y simple de inconformidad.
Entre las observaciones diarias, los medios de comunicación describen, con pormenores y a la saciedad, la arbitrariedad, el irrespeto, la locura del robo y el engaño. Una historia política y social, llena de violaciones a las normas de convivencia y la ley; llena de protagonistas con mentalidades impregnadas de ambiciones e irrespeto por la dignidad humana que empujan hacia una cultura de violencia y de terror, en donde el menosprecio a lo que constituye la identidad de la vida humana, es un común denominador; en donde toda expresión de inconformidad, es vista como una forma de terrorismo; en donde la soberanía, se ha limitado rigurosamente a un aspecto: defender a capa y espada, un sistema que genera una vida social que se reproduce bajo una polarización, en que unos saquean el bienestar y la oportunidad de otros, generando al mismo tiempo, sensatez y locura, progreso y decadencia, sin referencia con normas, sin alguna finalidad que no sea egoísta, y en medio de una fuerza propulsora, que apunta a emociones y propósitos, al margen de la ley, como la máxima de la plenitud a alcanzar. Todo lo anterior, aunque de presencia molesta e insoportable, va creando una ciudadanía y grado de civilización, cada vez más denigrante y decadente, la cual cada vez menos se conmueve, deambulando por el territorio nacional, con un sentimiento vago de nacionalidad. Nos desintegramos.
La historia nacional, a más de constituir un doble relato de políticos y sociedad, nos habla de la decadencia y de la ruina institucional y democrática, consecuencia de la ambición y delirios casi instintivos de algunos. A diario nuestra historia despliega ante nosotros, la grandeza y miseria de hombres y mujeres políticos y ciudadanos, que o lucran o sufren, o trasiegan o mendigan, o victimizan o son víctimas. Y todo ello nos presenta un cataclismo económico y social, un terrorismo público y privado, una encrucijada jamás vista en su violencia y en su saqueo, en donde la felicidad y el bienestar, son tan solo una esperanza. Es pues, una historia detallada, en que la mayoría no tenemos conciencia de nuestra propia e inminente destrucción; de nuestros más elementales valores que nos hacen humanos. Un preludio de la ruina de nuestra nación. La falta de identidad, de temor al cambio, del sacrificio, de un uso adecuado y oportuno de nuestra soberanía, está dominada y manejada por agentes insensibles que nos separan a unos de otros. Tales agentes son la violencia, el irrespeto, la infidelidad e irresponsabilidad, que nos lleva a la negación y trasgresión del pacto social y a la demolición del bienestar común, en medio de una confusión de erupciones esporádicas, que hace estallar toda la vida cotidiana nacional y particular a diario, sin rumbo y sin creencias articuladas, lo que desemboca en violencia y miedo, sin poder formular ideales conscientemente, en oposición a coyunturas egoístas. Estamos ante la disolución del sujeto social y por consiguiente, carentes de agentes persuasivos, que remodelen un ideal de nación.