Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt
Viendo la historia reciente de los negocios facilitados por la existencia de un sistema perverso que alienta la corrupción y se fundamenta en la impunidad, no puedo sino pensar que vivimos en un país donde los ciudadanos tenemos muy distintos raseros para juzgar el comportamiento inmoral de los corruptos y que, en términos generales, aceptamos como parte de la vida la existencia de tráfico de influencias, de sobornos, de sobrevaloración de bienes y servicios, sin que nos llegue a ofender esa práctica inmoral, salvo cuando quienes la cometen adolecen de la cacareada alcurnia.
Impasibles vimos cómo se montó un negocio inmenso para privatizar la telefonía nacional y el argumento de que ahora todos tenemos teléfono es más importante que el de la forma en que se hizo el negocio, jugando la vuelta a la legalidad, no digamos la transparencia. Los bufetes que se encargaron de aconsejar cómo hacer la venta de Guatel, obviando la participación del Congreso en la privatización, han seguido operando con poder e influencia y por ello no extraña que hayan sido también parte de la negociación que encubrió la concesión de Puerto Quetzal como un usufructo oneroso.
Los creadores de los fideicomisos públicos no sólo no han tenido ni siquiera la sanción moral de una ciudadanía que les repudie, sino que ven cómo su creatura sigue sirviendo al pie de la letra para evitar la fiscalización en el manejo de los recursos del Estado. Nos molesta que Portillo haya recibido cheques de Taiwán como soborno para mantener las relaciones con ese país, pero ni nos indigna la actitud de los taiwaneses ni nos importa que lo mismo hayan hecho con prácticamente todos los otros presidentes del país. Portillo es tan zacapaneco como la Baldetti es de la Primero de Julio, origen que no les permite gozar de la tolerancia que se tiene con otros que se dicen de postín.
La Hora ha venido sosteniendo que el problema no son Pérez y Baldetti, sino un sistema prostituido por esa macabra alianza entre políticos y poderes económicos tradicionales y emergentes que se reparten la riqueza nacional dejando a la población hundida en una miseria que, como la corrupción, ya forma parte del paisaje y que no llega a conmovernos, mucho menos a motivarnos para actuar.
Pero viendo la actitud ciudadana, tan indignada en ciertos casos y tan tolerante con otros que se dieron y, lo peor, que se siguen dando con absoluta prepotencia y arrogancia, pienso en lo que ya dije alguna vez: los políticos llegan hasta donde los pueblos los dejan llegar y en ese sentido no podemos culpar a la clase política o a los voraces poderes ocultos, sino debemos reflexionar sobre nuestra propia responsabilidad al hacernos babosos de la realidad. El problema no terminará porque la CICIG y el Ministerio Público hagan sus deberes, puesto que por cada pícaro en el bote surgen inmediatamente los que se quedan con el negocio. Terminará cuando el pueblo mande al diablo a un sistema que mantiene a esos políticos y a esos poderes ocultos empoderados para seguirse armando a costillas del hambre de la gente. Mientras sigamos siendo protestantes y no actores, no esperemos que el panorama cambie.