Ayer el Presidente compareció en Naciones Unidas para solicitar la prórroga del mandato de la CICIG hasta el año 2019, lo cual significa que todo su mandato estaría sujeto al escrutinio de ese ente que ya ha materializado denuncias muy concretas sobre la forma en que se administra la cosa pública en Guatemala. Al margen de que el gesto de Morales significa su decisión de someterse a ese control que se evidencia implacable, hay que decir que la extensión del mandato tiene sentido siempre y cuando los guatemaltecos abandonemos nuestra indiferencia ante la corrupción.
Mientras vivamos en una sociedad en la que se pregona cínica y descaradamente que el fin justifica los medios, como hace el empresariado que antepone la competitividad a la decencia, no esperemos nada de la Comisión Internacional contra la Impunidad, porque aunque muchos ladrones terminen presos, el país seguirá produciéndolos y por cada uno que cae habrá cinco, diez o veinte listos a sustituirlo para continuar con la fiesta.
La lucha contra la impunidad tiene que ser una lucha de la sociedad guatemalteca, pero cómo sería posible lograrlo cuando vemos que se relativiza y minimiza el crimen. Los españoles que vinieron a dar mordida a los empresarios no tienen derecho a operar en nuestros puertos por enorme que sea la necesidad de modernizar nuestra infraestructura. Guatemala tiene todo el derecho de pedir indemnización por daños y perjuicios a esos sinvergüenzas, encabezados por el mismísimo embajador de España en Guatemala, padrino de este asqueroso proyecto. Ni España ni la Terminal de Contenedores de Barcelona, ni sus nuevos dueños holandeses, tienen nada que reclamar porque ellos sobornaron a nuestras más altas autoridades.
De qué sirve que la CICIG destape la corrupción si para nuestro empresariado eso es un «pequeño pecado» que no debe entorpecer el negocio de los puertos. De qué sirve que tanto investigador se juegue la vida penetrando en las oscuras tramas de la corrupción si nuestra clase dirigente avala esos procedimientos siempre y cuando impulsen la competitividad, para usar el concepto que ellos esgrimen ahora con tanta insistencia.
Así ha sido nuestra historia. Tenemos telefónicas producto de la corrupción, hidroeléctricas aprobadas tras el pago de jugosas mordidas, infraestructura construida mediante contratos suscritos sin respaldo presupuestario y que nutren la inmoral deuda flotante, empresas mineras que pagaron a los ministros y a los presidentes para que les dieran las licencias. En Guatemala nadie pasa sin saludar al Rey y mientras no cambiemos ese sistema, nada cambiará. Pero el sistema es sólido porque de él se benefician muchos que no quieren ni desean cambio a esas sus «reglas claras».