Luis Fernández Molina

Los escenarios mundiales allá por los años cercanos a 1830 eran variables y contrastantes. Para los empresarios los negocios prosperaban mucho más de lo que hubieran proyectado. El algodón pasó a ser un producto accesible para las grandes masas y la demanda de esa tela se duplicaba cada año. La aplicación de los nuevos ingenios tecnológicos facilitaron la labor de despepitar (quitar las semillas) y las tejedoras mecánicas convertían ese vegetal en inagotables lienzos que los empresarios ingleses vendían internamente y exportaban a Europa y a todas partes. Las máquinas se movían con nuevas fuentes; la primera fuerza externa en ser dominada fue la de los ríos, la energía hidráulica que aprovechaban con molinos a la par de los arroyos; luego adaptaron la potencia del vapor a las máquinas tejedoras. Motivados por este mismo impulso los ingenieros fueron desarrollando otras máquinas para diversos usos, entre ellos el ferrocarril.

Del otro lado del océano, los terratenientes de los estados del sur de las colonias de América se esforzaban en satisfacer la creciente demanda de algodón; aumentaron las áreas de cultivo y hacían extensivas las cosechas. ¡Hacían falta más esclavos! Así se fue creando una identidad cultural y económica entre los estados sureños que los diferenciaba de un norte que no cultivaba esa planta y en general no dependía tanto de la explotación agrícola por lo que se fue decantando por una incipiente industrialización.

Los transportistas de ambos lados del mar requerían de más barcos para tantos cruces del Atlántico: de América llevaban el algodón para ser procesado en Inglaterra y luego, como producto terminado lo regresaban a América y a las demás colonias británicas extendidas a todo lo largo del orbe, desde India, hasta Australia y Canadá.

Pero había otro sector -y abrumadoramente mayoritario-que no estaba jubiloso; por el contrario se estaban lamentando. Toda esta prosperidad se basaba en la suma infinita de interrelaciones entre individuos, esto es, que unos y otros contrataban bajo diferentes condiciones. En todo caso el marco rector de la legalidad del sistema era el derecho civil que comprendía a los que, hoy día, son los contratos de trabajo. Era el auge de la contratación. Se consideró que todos los individuos estaban en plena libertad de aceptar o no una propuesta, ya sea para la venta de una oveja, de un carretón, de un acre o bien para aceptar un salario a cambio de determinada labor. El andamiaje social, en el aspecto de producción, se basaba, exclusivamente en el acuerdo de las voluntades. La concordia social era un producto natural que se resultaba del mero cumplimiento de los compromisos que cada uno tenía. Si cada quien hacía cuanto le correspondía -especialmente por un contrato-, la sociedad en su conjunto sería armónica; los conflictos surgiría por lo contrario, del incumplimiento de compromisos convenidos.

En ese contexto los contratos entre los industriales -dueños de las grandes fábricas- y sus trabajadores eran un mero contrato civil en el que se exigía el respeto a la esfera privada, casi íntima entre los contratantes. Nadie debía interferir en esa relación; nadie podía entrometerse a forzar cambios en lo que los sujetos habían acordado. Campeaba la “autonomía de la voluntad”. El estado no tenía razón ni motivo de intervenir. ¿Acaso era un asunto público? Por lo mismo las partes eran libres de acordar el salario que quisieran (ni por asomo había salario mínimo), las horas de trabajo que aceptaren (no existían los límites a la jornada), el empleador no habría de pagar séptimos días, ni asuetos, ni otorgar vacaciones.

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