Luis Enrique Pérez
Si, en nuestro país, fuera convocada una consulta popular sobre la imposición o no imposición de la pena de muerte por cometer delitos como el asesinato y el secuestro, me apresuraría a participar en la consulta y elegir, sin vacilación alguna, con convicción imperturbable, la opción de que debe ser impuesta. Si, adicionalmente, se consultara sobre desistir o no desistir de cualquier convenio internacional que restrinja la imposición de esa pena en nuestro país, también, sin vacilación alguna y con convicción imperturbable, elegiría la opción de desistir.
Un argumento principal de quienes opinan que la pena de muerte debe ser abolida, consiste en que esa pena no es disuasiva, es decir, aunque se imponga la pena de muerte, persisten los delitos que se pretende castigar con ella. Es el argumento más absurdo que puede ser invocado, porque ninguna pena puede evitar que se cometan delitos. Si la pena tuviera que ser disuasiva, el derecho penal sería una estupidez; pero no lo es, porque su función primordial es imponer un costo, que es el castigo, a quien delinque, aunque el delito castigado se incremente o no se incremente. Por supuesto, el castigo que impone la ley penal pude disuadir a algunos seres humanos; pero es imposible que pueda disuadir a todos. Precisamente la investigación estadística sugiere que la pena de muerte puede tener un efecto disuasivo.
Menciono tres investigaciones que sugieren, por correlación estadística, que la pena de muerte puede tener algún efecto disuasivo. La primera investigación incluyó el estudio de 6,143 imposiciones de la pena de muerte durante el período 1977-1997, en Estados Unidos de América. Fue obra de los profesores H. Naci Mocan y R. Kaj Gittings, de la Universidad de Colorado, en Denver. El producto de esta primera investigación está contenido en un documento denominado “Pardons, Executions and Homicide” (es decir, “Indultos, Ejecuciones y Homicidio”), publicado en octubre del año 2001. La conclusión es que la pena de muerte es disuasiva: “cada imposición adicional de la pena de muerte reduce entre cinco y seis el número de homicidios, y tres indultos adicionales aumentan entre uno y 1.5 el número de homicidios.”
La segunda investigación incluyó el estudio de asesinatos en Estados Unidos de América durante el período 1960-2000. Fue obra de los profesores Hashem Dezhbakhsh, de la Emory University, y Joanna Mehlhop Sheperd, de la Clemson University, de Atlanta. El producto de esta segunda investigación está contenido en un documento denominado “The Deterrent Effect of Capital Punishment: Evidence from a Judicial Experiment” (es decir, “El Efecto Disuasivo de la Pena Capital: Evidencia de un Experimento Judicial”), publicado en julio del año 2003. La conclusión es que la pena de muerte es disuasiva: “la pena de muerte detiene el asesinato; y el número de asesinatos aumenta extraordinariamente durante la moratoria” (o postergación de la aplicación de la imposición de muerte).
La tercera investigación fue obra de Roy D. Adler y Michael Summers, de Pepperdine University, cuya sede está en el condado de Los Ángeles, California. La investigación mostró que, en los primeros años de la década del año 1980, cuando la pena de muerte fue nuevamente impuesta en Estados Unidos de América, se redujo el número de asesinatos. En los últimos cinco años de aquella década, cuando se ejecutaban casi 20 sentencias de muerte anualmente, el número de asesinatos aumentó. Empero, durante la década de 1990, aumentó el número de ejecuciones de sentencias de muerte; y el número de asesinatos disminuyó. Desde el año 2001, el número de esas ejecuciones se redujo, y el número de asesinatos aumentó.
Post scriptum. Si el valor de la pena que la ley impone a quien delinque consistiera en disuadir, y no en imponer un costo por delinquir, cualquier pena impuesta sería inútil. La disuación es un efecto que la pena puede provocar o no provocar.