María José Cabrera Cifuentes
mjcabreracifuentes@gmail.com

Uno de los debates actuales más importantes y polémicos es sin lugar a duda si se debe o no retomar la aplicación de la pena de muerte. El problema es complejo y las opiniones que sobre ello se tienen sin lugar a duda han dividido a la sociedad desde que la ex candidata presidencial Zury Ríos y la exdiputada Lucrecia Marroquín de Palomo lo pusieran de nuevo en la palestra.

La cuestión de la pena de muerte es una que sin duda trasciende a la moralidad y nos pone en una situación difícil toda vez que sean cuales fueren nuestras creencias religiosas y el código moral que hemos adoptado como regidor de nuestra vida parecieran quedar relegados ante la violencia experimentada todos los días en las calles de la ciudad de Guatemala.

Resulta especialmente difícil para mí abordar este tema que en la actualidad ha cobrado tanta relevancia, debido a que según mi formación religiosa, pensar en matar a un hermano sean cuales fueren sus crímenes –recordando que a los humanos no nos corresponde el papel de jueces según el catolicismo- resulta prácticamente una locura. Durante toda mi vida fui tajante opositora a la pena de muerte, sin embargo el paso de los años y la crudeza de la calle me han empujado a flexibilizarme y me he quedado en una especie de vacío sin poder decantarme por una postura o la otra.

No pretendo en esta pieza adentrarme en el debate legal, ni siquiera contemplar el hecho de que Guatemala ha ratificado tratados en la materia y reafirmar que los instrumentos internacionales en materia de derechos humanos son superiores a la Constitución Política. Tampoco voy a comentar cómo, según mi punto de vista, se plantea injustamente esta pena en nuestra Carta Magna, solo intento explicarme, a partir de mi propia racionalidad –o irracionalidad- el sentir de muchos de los ciudadanos que como yo se encuentran en un conflicto al abordar el tema.

Ante la saña y el odio demostrados por los delincuentes al perpetrar sus crímenes, la frustración que se genera en nosotros, o al menos en mí, excede mi capacidad racional y es en ese momento en el que me empiezo a plantear la pena de muerte como una opción. Estoy plenamente consciente de que la pena capital no se constituye en un disuasivo y es muy probable que no sirva siquiera para cambiar las estadísticas que día con día azotan al país. Sin embargo, para el pueblo resultaría, hablando descarnadamente, en una suerte de trago refrescante para calmar esa sed de venganza generada por la indignación que seca nuestras gargantas.

Y es que a pesar de esa muy conocida premisa que expone que la violencia genera más violencia, los guatemaltecos estamos tan cansados que ya no nos importa si tenemos que recurrir a esta, que además es vista ya con tal naturalidad que se ha convertido en parte de nuestra vida diaria.

Más sabio sería realizar un esfuerzo en luchar por modificar las raíces profundas que son generadoras de la podredumbre social en la que vivimos. Sin embargo, llegar a ello pareciera tan lejano que en lugar de trazarnos una ruta estratégica empezamos a clamar por acciones inmediatas que, reitero, no significaran diferencia alguna en los hechos que tan repulsivos nos resultan.

Cuán difícil resulta ser parte de una sociedad en la que nuestra propia razón se ve vulnerada por el instinto. La sobrevivencia es el único modo de vivir que nos queda y es por ello que dejamos de pensar un poco y terminamos volviéndonos un tanto irracionales. Es mi caso con este tema sobre el que me es imposible definirme. Tristemente debo admitir que esta situación de violencia e inseguridad en la que vivimos no ha hecho más que volvernos cada vez más hombres y mujeres masa.

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