Isabel Pinillos – Puente Norte
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La explosión de colores y aromas únicos de este país adquieren su máximo apogeo durante la Semana Mayor, con el particular olor del corozo, del incienso y del aserrín humedecido con el que elaboran fugaces obras de arte del misterio pascual. Bandas de vientos y redoblantes que marcan el paso de una procesión de miles de cristianos que reviven la pasión. Cucuruchos, mantillas negras, gotas de sudor bajo el ardiente sol, entre el “aguas, quién quiere aguas”, que a gritos se escucha en las cuadriculadas calles de nuestros barrios.

Siempre me ha conmovido dentro de la tradición cristiana, cómo en el transcurso de una semana se culmina la misión de un hombre que viene al mundo como Hijo de Dios, mediante un sacrificio total para la liberación de un pueblo. Esta imagen tiene gran relevancia dentro del contexto de la Pascua hebrea, con la inmolación del Cordero para la liberación del pueblo judío de la esclavitud de Egipto.

Según el Evangelio, el Mesías que vino al mundo en un pesebre, al final de su vida llegó a Jerusalén sobre el lomo de un burro, recibido por la multitud con ramos de palma. Esta no era la escena rimbombante que se esperaba de un rey.

En sus cortos treinta y tres años de vida resumió sus enseñanzas en amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo, relegando de un plumazo todas las leyes que los fariseos y sacerdotes custodiaban con tanto rigor.

En su última semana terrenal no se fue a esconder detrás de una cueva. Usó cada minuto que le quedaba para preparar a sus apóstoles a seguir su misión. Les lavó los pies para recordarles que primero debían servir a los demás. Partió el pan y el vino, creando un nuevo pacto con su Iglesia. En su humanidad clamó a su Padre para que esos momentos pasaran luego, y finalmente aceptó sus designios sometiéndose a la humillación de un juicio abreviado, tortura y final crucifixión.

Jesús fue incomprendido entonces como lo es ahora; partió con la misma sencillez con la que vino. La gloria de la resurrección sucedió después de un gran silencio y oscuridad, así como toda renuncia a sí mismo. Su mensaje sigue vigente para una humanidad que ha buscado soluciones “mágico-mesiánicas” a sus problemas. Estas respuestas generalmente son producto de un proceso largo, basadas en el amor, en el respeto al “otro”.

Pienso cómo en Guatemala también nos hemos convertido en fariseos. Apoyamos ciertas leyes e instituciones dependiendo de nuestra conveniencia. Defendemos ideologías sin admitir discusión. El llamado a amar al prójimo hoy sigue vigente y exige cambios que beneficien a la mayoría, respetando y celebrando las diferencias que existan entre nosotros. Es el único camino para liberarnos de decisiones mezquinas. Debemos encontrar un espacio para lograr cambios duraderos de paz. Los contrastes sociales y diferencias abismales que subsisten hoy más que nunca, son el producto de vivir por siglos volteando la mirada para el otro lado.

La Cuaresma y sus tradiciones ofrecen una oportunidad para reflexionar en nuestras posiciones ante la sociedad. Disfrutemos del pan de yemas, de los molletes, y del bacalao a la vizcaína, pero acompañémoslos de una visión más congruente hacia la justicia social. Absorba el sol de verano, viva con plenitud la Semana Santa, pero más aún, busque cada momento que tenga para servir a los demás sin condición alguna.

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