Luis Fernández Molina

La ciudad de Guatemala es la capital de un país verde. Verde como quería Lorca, verde como repetía Asturias. Verde todavía. Verdes montañas y prados que se resisten a los embates de la civilización. Pero en estos días la ciudad se pinta de gris y morado. Ambos colores de duelo, de pesar. El gris que se refleja en los horizontes plomizos y en cielos desteñidos. En las aceras polvosas y secas. Queda la ciudad en medio de un valle castigado por un calor pegajoso que aprecia como bálsamo las caricias de algunas brisas frescas. Polvo, arena y ceniza. El agua se atesora por escasa hasta que llegue mayo, ya próximo.

Las flores moradas encuentran en marzo su turno para abrirse en el despliegue anual del jardín capitalino. Primero las buganvilias lujuriosas que extienden lúdicamente sus ramos por encima de las tapias o en medio de las ramas altas de los árboles esbeltos. Las jacarandas reflejan en sus flores moradas la savia del suelo que recogen abajo sus profundas raíces; escarban en lo más profundo de nuestra tierra y encuentran corrientes de aflicción. Luego las cascadas de nazarenos que hacen gala a su nombre. Igualmente son mustios los árboles sedientos como las descoloridas casuarinas y los austeros eucaliptos.

Las calles se adornan con los cortejos procesionales. Procesiones que son como túneles del tiempo que nos remontan a las calles empolvadas de los primeros días de la Colonia o a las calles adoquinadas de la señorial capital de la capitanía general. Son como el hilo conductor que nos enlaza con la lejana Andalucía de donde los primeros pobladores europeos trajeron la costumbre. Las procesiones de Sevilla y de Granada. Andas enormes que parecen más pesados que los pecados de toda la comunidad. Paso lento que conduce al verdadero arrepentimiento. Silencio que sólo se interrumpe por los ritmos de las solemnes marchas. Recogimiento.

Las fragancias de la pascua absorben los sentidos; el exquisito perfume de las flores de San José, las azucenas. El agradable e inconfundible aroma del corozo, que recuerda las palmeras que tanto crecen en los áridos parajes de la Tierra Santa. El efluvio del aserrín fresco con remembranzas de pino y ciprés fresco. Las volutas del incienso que evocan los oficios de los sacerdotes del Viejo Testamento que perfumaban el altar donde sacrificaban los animales de la ofrenda; esencia necesaria para que subiera el sacrificio agradable al Señor.

Los colores parecen concentrarse en las alfombras que reviven aquella alfombra de palmas que lanzaban al paso de aquel borriquito que entró cabalgando en Jerusalén en el primer día de aquella Semana. Tapizada la entrada de la Ciudad Santa para darle la bienvenida a su Rey. Verdaderas obras de arte y devoción. Arte muy pasajero, como lo es la vida.

La luna llena que siempre acompaña a esta sacra semana (primer plenilunio después del solsticio de primavera). Luna del Jueves Santo; compañía del agonizante Cristo en el Monte de los Olivos. Luna que desnuda nuestra insignificancia humana.

Pascua que descubre nuestras raíces judaicas. Fiesta que se viene celebrando desde la liberación de los judíos de Egipto hace 3 mil 500 años y que el cristianismo transformó en Pascua de Resurrección.

Con su aparente letargo, la Pascua es un período que encierra la semilla del despertar de la vida. Después de todo es la festividad de la primavera. En un mes vendrán las lluvias vivificantes que harán florecer los campos y los frutos. En lo interno, la Pascua reverdecerá los corazones y brotarán las bendiciones.

Artículo anteriorAcerca de la conflictividad social guatemalteca
Artículo siguienteLa “Semana Santa”