Luis Fernández Molina

El vocablo “entusiasmo” proviene del griego y se compone de dos palabras griegas que pueden entenderse como “en theos”, esto es “de los dioses” y hace referencia a una inspiración o posesión divina. Los antiguos helenos la utilizaban para referirse a ese rayo que tocaba a muy pocos mortales que los mismos dioses escogían. Estaban ellos como iluminados por esa fuerza sobrenatural. Absorbidos y arrebatados por un impulso especial de los dioses.

Vale lo anterior por Giancarlo Ibargüen, quien parecía uno de esos mortales. Tenía un entusiasmo por la vida, su familia y sus ideas. Tan vivificante era el despliegue de ese entusiasmo que, cual tragedia griega, les habrá parecido provocadora a los mismos dioses; como un atrevimiento. Por eso lo sometieron a una prueba, muy dura prueba para él y su familia. Poco a poco fueron mermando sus fuerzas físicas en un proceso irreversible que el mismo Gianca conocía muy bien. Pero lejos de abandonarse y deprimirse presentó cara al desafío. El mal avanzaba, pero no logró reducir su ánimo. Crecían los males y respondía con una sonrisa cada vez mayor. Primero necesitó apoyo para caminar, luego bastón, muletas, silla de ruedas, asistencia especial de máquinas, etc., a cada avance del mal respondía con energía positiva como diciendo al destino: “yo soy más fuerte”.

Al final terminó la contienda. No hubo rendición ni concesiones. No hubo perdedor ni ganador. Cronos cumplió marcando el tiempo, señalando los límites de las palpitaciones que todos los humanos habremos de sentir en nuestro pecho. El calendario cumplió su ciclo, pero el carácter de Gianca seguía inalterable. Nunca abandonó sus mejores armas: su expresión amable y su iluminada sonrisa que correspondían a un corazón noble.

Muchos lo conocían –cariñosamente-, como “El Quijote”. Entiendo en qué contexto lo decían y en ese sentido lo comparto, pero en otro aspecto no estoy para nada de acuerdo. El caballero de La Triste Figura combatía contra molinos de viento que imaginaba monstruos mitológicos. Gianca combatía, lanza en ristre y a galope tendido, contra otros monstruos, que de joven aprendió a identificar con la guía del Doctor Ayau. Aquellos ogros que con falsa cara de benevolencia se nutren de la ignorancia y las necesidades de la mayoría de la población; aquellas medusas de mil cabezas que petrifican pueblos enteros; aquellas sirenas que se afanan en sus cantos retorcidos ofreciendo libertad por medio de los métodos que le son contrarios. Aquellos engendros que quieren arrebatar lo más preciado de los seres humanos como lo es la libertad, esa libertad que tanto vitoreaba aquel célebre manchego.

En esta fenomenal contienda Gianca fue un guerrero inclaudicable y definido. Desde los baluartes de la Universidad organizó su cruzada. Detrás de su modesto escritorio, sin alardes publicitarios ni protagonismos, impulsó las ideas transparentes y lógicas que deben conocer los pueblos para tener la mayor libertad posible. Promovió estudios, foros, debates; escribió cuantiosos artículos y ensayos. Estuvo siempre de pie y alerta.

Pero hay otra lección, acaso más elemental, pero más humana. Esa determinación, ese coraje, esa bravura con que enfrentó la adversidad. A veces queríamos infundirle ánimos y era uno quien salía cargado de ímpetu. Hago mías las palabras de Coelho: “Los que viven intensamente no temen a la muerte. Solo aquellos que se pasan la vida acumulando cosas son los que entran en pánico, las personas que se olvidaron de vivir temen a la muerte.” Dicen que la mayoría de la gente muere a los 25 y los entierran a los 75. Gianca pareció vivir 100 años más de sus muy cortos 53. Y como dijo M.L. King: “Free at last, free at last”.

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