Sandra Xinico Batz

Es difícil y doloroso reconocer que acabar con la vida de las mujeres se pueda constituir como una estrategia pensada desde el Estado (quien debería proteger y no asesinar), que cada vejación cometida contra la integridad de las mujeres haya sido planificada y que violarlas, esclavizarlas y matarlas haya sido parte de un plan que pretendía acabar con la cultura, con los pueblos, imposibilitar la descendencia o continuidad de la existencia a través de destruir a las mujeres como símbolos y fuentes de vida y que a pesar de que todo esto se demuestre sigamos negando el racismo y patriarcado (histórico) que sigue asesinando a las mujeres ahora.

La mayor parte de la población de este país la conformamos nosotras, mujeres indígenas jóvenes, con pocas oportunidades y muchos retos para desafiar estereotipos y no permitir que el racismo y el machismo nos congele ante nuestros compromisos con las otras, las de antes y las de mañana, la de no permitir el silencio, ni el olvido. Reconocer esta necesidad latente por documentar nuestras luchas, resistencias, nuestras vidas, no implica dejar de reconocer que tanto hombres y mujeres, indígenas y no indígenas tenga (o hayan tenido) una vida dura en un país tan desigual como Guatemala, pero obviar que la desigualdad es latente y que para las mujeres el simple hecho de serlo significa una «desventaja» porque socialmente así lo mantenemos, es mentirnos como sociedad, mantener las cosas como están en lugar de transformarlas.

Mirar hacia otro lado o no hablar al respecto, no es la solución, al contrario, tanto silencio, tanta mentira alrededor de la historia es en parte lo que permite la continuidad de la injusticia y la legitimación de la impunidad. Esconder que provenimos de una sociedad que desde La Colonia mantiene la violencia extrema y estrategias de exterminio hacia los pueblos indígenas y que el Conflicto Armado Interno fue una continuación de ello, que a través de la desaparición forzada, el desarraigo, la violencia sexual, la esclavitud doméstica, la tortura, la humillación, la muerte, intentaron desaparecer a los pueblos, justificando estas atrocidades cometidas por el Ejército con la mentira de que las comunidades atentaban contra la «estabilidad nacional» y por lo tanto violar a las mujeres de estas comunidades era un instrumento de guerra necesaria para vencer al «enemigo», un pueblo desarmado.

Una sociedad consciente debe celebrar que sus Cortes de justicia castiguen este tipo de violaciones a los derechos humanos como lo han hecho en el caso Sepur Zarco y seguir demandando justicia por este tipo de delitos cometidos. La fuerza, serenidad y paciencia de las mujeres q’eqchi’ de Sepur Zarco son un ejemplo vivo del poder de las mujeres y de la resistencia cultural de los pueblos, resistencia de sangre y dolor, pero sobre todo de dignidad. Una sociedad diferente amará y protegerá la vida de las mujeres (de todos) y reconocerá su presencia y valor infaltable en la lucha de los pueblos por un mundo diferente. ¡Justicia para nuestras ancestras, justicia para las de hoy, justicia para Berta Cáceres!

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