Por Javier Estrada Tobar
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Si tenemos en cuenta que la Independencia de nuestro territorio se consolidó en 1821 por causa de la evasión tributaria y la piratería, no sorprende que 185 años después la corrupción y la impunidad, en una extraña mezcla con el conformismo y la indiferencia, sean ahora las bases que rijan nuestra «democracia».

En la época de la Independencia se celebraba con orgullo que dejaríamos de recibir las órdenes de la Corona española, para tomar nuestras propias decisiones en ámbitos económicos, políticos y culturales, como solo lo hace una nación soberna. Sí, eso era lo que se decía en aquellos tiempos y es lo que se repite ahora.

Lo que en esa época no estaba claro para las mayorías -y parece que ahora tampoco- es que detrás los procesos históricos, desde los más relevantes hasta los insignificantes, hay explicaciones con fundamento en las relaciones del poder económico. En otras palabras, el dinero manda. Y eso es justamente lo que parece que no queda claro ahora, aun cuando nos estamos jugando el futuro del país con las reformas a la Ley Electoral.

Hasta ahora se dejó de lado la discusión sobre el dinero, es decir, el financiamiento de las campañas políticas por parte de contratistas del Estado, la reelección indefinida de alcaldes y diputados -los caciques- o la elección de legisladores por planilla, en un debate ha sido conducido por el nada prestigioso Congreso, a su gusto y conveniencia.

Seguro que a los diputados no les conviene, y muy probablemente les asusta, que las reformas prohíban que los contratistas del Estado financien sus campañas, porque eso cerraría los grifos de los que salen los millones de quetzales que circulan en la época electoral entre los políticos y se devuelve después con contratos onerosos pagados con el dinero del pueblo.

El año pasado coreábamos en la plaza la consigna «en estas condiciones, no queremos elecciones», y, paradójicamente, hoy muchas de esas personas que antes parecían furiosas con la corrupción están a favor de una iniciativa de reforma que no cambia las condiciones fundamentales del sistema político, y que deja las puertas al tráfico de influencias en el Estado.

Si seguimos así, que no nos sorprenda si en las elecciones de 2019 elegimos a un presidente como Otto Pérez Molina y una vicepresidenta como Roxana Baldetti o a un Congreso corrupto, ineficiente y egoísta como el que tenemos ahora. En ese momento tendremos que recordar que en 2016 nos conformamos con una reforma de Ley Electoral que no cambió los problemas estructurales de nuestro sistema político.

Es necesario que el Congreso reforme la Ley Electoral y obligue la participación de géneros en la misma proporción, al igual que en relación de etnias, pero ante todo que nos garantice que solo las personas más honestas y transparentes nos van a representar en la Casa Presidencial y en el Congreso.

No creo que sea urgente cambiar la Ley y me genera suspicacias que los diputados sean los más interesados en que las reformas se conozcan cuanto antes, sin discusión ni análisis. Para ellos sería ideal aprobar una reforma para no cambiar el sistema, y muchos parecen estar contentos con eso.

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