Eduardo Blandón

Imagine usted a un ser con apariencia convencional, ni muy guapo ni demasiado feo. Como cualquier mortal. Salido de un estrato social medio, con educación religiosa regular. Casado por la iglesia, de ataques religiosos más bien raros, pero con cierta presencia de escrúpulos revelado en esa malformación moral recibida de sus padres y el colegio de curas.

Aderecémoslo más. El personaje imaginario es hijo de su tiempo y como tal, ambicioso, consumista, superficial y erotómano. Se sueña semental y presume entre sus amigos el archivo de su cacería. Cree en el poder del dinero, fantasea con ser importante. Lector consumado de literatura liviana, aspira al éxito y confía en las posibilidades de sus cualidades que siempre juzga superiores.

Sentado en el lugar de reclusión, luego de una vida azarosa, no logra acertar qué hizo mal. En primer lugar, su conciencia no le permite reconocer ningún hurto. No. Imposible. Todo se hizo de manera legal y con todo… nunca sus actos excedieron la media de los que le precedieron. No se siente el peor. Dios que es justo y conoce los corazones, sabe que es inocente.

Pero siente pena. Está deprimido. Frente al espejo se sabe enfermo, preocupado, irreconocible. Experimenta su exilio como una venganza de sus enemigos. Son muchos y poderosos. La embajada, la oligarquía, las masas. Esos grupos siempre fáciles de manipular. El populum, el mismo populacho que hace dos mil años eximió a Barrabás para dar muerte al Redentor. Y sí, se siente también redentor, mártir… digno de páginas hagiográficas que cree algún día se escribirán.

¿Y los amigos dónde están? Lejos. Confinado en la Siberia, la ausencia de los «incondicionales» es doble. Atisba la traición, la saborea, pero sueña eventualmente con la venganza. Ficciona con resurgir de las cenizas y dar su merecido a la raza de perversos: los periodistas en primer lugar. Siente esa maldad en su corazón que nunca le ha sido ajena. En el ejercicio del poder fue implacable, frente al botín no tuvo amigos, cada que pudo aplastó sin piedad al impío. Los textos leídos lo recomendaban.

El sujeto de apariencia convencional existe. Se encuentra en la mazmorra en espera de juicio. En tribunales pasa apuros, pero nada revela signos de arrepentimiento. Es arrogante, altanero, vulgar, ordinario, sin ningún resabio de exquisitez humana. El poder lo volvió impresentable. Eso sí, la piltrafa conserva sentimientos: odios, deseo de venganza y mucho resentimiento. Más nos valdría recluirlo para siempre en una celda oscura.

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