René Arturo Villegas Lara

Cuenta que en la antigua Roma existía una estatua o una esquina conocida como El Pasquín. Allí, ciudadanos furtivos solían pegar documentos en donde se satirizaba a personajes de la política o de importancia en la vida diaria. En nuestra realidad actual la vida ya es un permanente pasquín. De allí viene el término que se utiliza cuando no se identifica al autor de una justificada humorada: un pasquín; de tal manera que el testamento de Judas, que se lee los sábados de gloria en los parques de los pueblos de Guatemala, como una catarsis de tanta tragedia, no clasifica como tal, porque uno sabe quién es el gracioso que lo está leyendo en el kiosco, tarima, muro o campanario.

Una mañana de 1953, en el corredor norte de la Escuela Normal Central, en las carteleras que servían para fijar resultados de las evaluaciones de las clases, aparecieron una serie de documentos, con caricaturas bien logradas, sobre los profesores y autoridades, en los que, con jocosidad y refinada picaresca, les decían sus verdades a cada uno de tales personajes. Era una especie de periódico mural de sátiras estudiantiles con el nombre de La Espina, pues en verdad eran espinas de subín o de ixcanal. Todos los estudiantes, desde los que aún cursábamos el primer año, hasta los de quinto, montamos en sonora carcajada al ver las caricaturas y leer las chuladas que decían de cada profesor, del director y demás. Recuerdo que sólo se salvaba del pasquín don Arturito Castellanos, el oficial de la Secretaría, pues todos le teníamos cariño por su bondad con los estudiantes. Siempre andaba medio socado y contaba Aquiles Marroquín que cuando se le preguntaba cuándo iba a dejar de beber, contestaba que, hasta cuando el negrito dejara de fruncir el ojo derecho. Y todo por el logo del octavo Ron Negrito, que tenía un negrito con un ojo fruncido.

Cuando las autoridades y los maestros se enteraron del pasquín, se colectivizó el enojo y de inmediato se convocó al Consejo Pedagógico, que era como un Tribunal dentro del autogobierno de la República Escolar Normalista, para que se hiciera la investigación y se castigara a los responsables con la máxima pena: la expulsión. Se suspendieron las clases y en el local de la biblioteca, todo el claustro de reunió varias mañanas, exigiendo algunos ofendidos en lo más íntimo, que se aplicara un castigo ejemplar. Pasadas algunas sesiones, los responsables no aparecieron. Entonces don Chepe Valenzuela, el profesor de química y física, sacó semejante pistola y afirmó que le “metería un par de balazos al hijo de puta que los insultó en el pasquín”. Eso dividió al claustro, pues maestros de la calidad de don Roberto Sosa Silva, don Amílcar Echeverría, don Héctor Nuila, don Salvador Búcaro o don Amílcar Echeverría, nunca iban a ser violentos, a pesar de las gracejadas de los estudiantes, normales y ordinarias en cualquier centro educativo, sobre todo cuando había internado. Sesiones iban y sesiones venían, las clases interrumpidas y nosotros, los patojos meados de primer año, encaramados en las ventanas laterales, viendo como el debate subía de tono ante la imposibilidad de averiguar la verdad de semejante tamal. Llegó un momento en que los profesores radicales pidieron la expulsión de todos los internos: de segundo a quinto año. Sólo nos salvaríamos los de primer año, porque decían que todavía no nos daba la morra para escribir un pasquín, una especie de presunción de inocencia infantil. En la más agria de la sesiones, por fin se inició el “esclarecimiento de los hechos”: El Pollo Gálvez, Gálvez Duque eran sus apellido, era el mejor alumno de la Normal: virtuoso, educado y ejemplo para todos; y pidió la palabra y dijo que él era el responsable del pasquín y que asumía las consecuencias de su proceder. Hoy es el doctor Gálvez Duque, exitoso médico pediatra. Y entonces resultó que el pasquín era obra de los alumnos de quinto año, a escasos meses de graduarse, lo cual provocó el llanto expresivo de don Chalito, nuestro querido maestro de artes industriales, quien dijo que él había llorado cazando lagartos y que por qué no iba a llorar por sus muchachos a quienes se pretendía castigar. Hasta llegó a preguntar si esas sesiones eran de un claustro de maestros o de una sección de la policía judicial. Y ante la prestancia del Pollo Gálvez, que por eso retiró su candidatura a Presidente de la República Escolar, lo que permitió que el Loco Acevedo tomara la estafeta y resultara Presidente, fueron delatándose los demás: Carlos Humberto Rivera, el tieso, había hecho las caricaturas, y Meme Salguero, Guayo Bolaños, el cabezón Arístides Guevara, Tecolote Ruano, Camargo, Pancho Pinto, de Jalapa, Héctor Pinto se llamaba, el Chino Sanabria, Perinola Calderón, Napoleón Orozco y otros que se me olvidan secundaron la paternidad del pasquín y poniéndose de pie se declararon culpables. En el ínterin del debate, Pancho Pinto se puso a llorar y se enjugaba las lágrimas con un pañacate rojo; se acusó a don David Arroyo de ser responsable de los apodos que les ponía a los estudiantes y en lugar de defenderse, no contestó nada, sólo se caló más la boina para estar ausente de lo que se hablaba. Los grandes maestros, don Amílcar, don Salvador, don Roberto… hicieron gala de grandes mentores, soltando sendos discursos de pedagógica autocrítica. Al final, privó la academia y los compañeros de quinto año fueron absueltos de tal genocidio docente, y la pena que se proponía, expulsar a todo el internado, fue sustituida por medidas de seguridad educativa. Como que nos educaban para construir una forma de sociedad que nunca llegó. Y entonces, los autores de La Espina se recibieron de maestros sin ninguna dificultad. Unos se fueron a cumplir su misión de educadores y otros a la Universidad de San Carlos, a hacerse médicos, ingenieros, abogados o humanistas. Eso sí, cuando el director, don Francisco Herrarte Lemus, dijo “caso cerrado”, todos los alumnos de la barra, incluyendo a los de primer año, dimos un atronador aplauso y vivas a los compañeros de quinto año, que en el pasquín “La Espina” expresaron tantos sentimientos reprimidos que guardan los alumnos de cualquier nivel, sobre los que los maestros suelen no darse cuenta y que se fermentan en silencio por los procedimientos que se utilizan en el proceso educativo. Sólo don Chepe y su asistente, Ricardo García Peláez, se fueron al laboratorio de química, a tomarse un vaso de ruibarbo con naranja agria, que es bueno para rebajar la bilis, aunque siempre pasaron como dos semanas con la cara amarilla porque se les desparramó la vesícula. Tal vez al final del “juicio” sí se fueron a La Mariposa de don Güicho a celebrar la absolución con unos tragos de Olla Virgen, con tacos tostados que vendía la Colocha en el portón de la Aurora.

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