Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt
Es un error identificar la corrupción en Guatemala con nombres como el de Otto Pérez Molina, Roxana Baldetti y Alfonso Portillo, para citar únicamente a quienes han sido objeto de procesos judiciales luego de ostentar el poder en el país. En realidad se trata de un problema estructural, propio del sistema que hemos dejado que se consolide y que descansa en los cimientos de la impunidad histórica que se ha dado en el país con una justicia selectiva que, literalmente hablando, se ensaña con el ladrón de gallinas, pero perdona al ladrón de cuello blanco. Es más severa la pena por robarse una gallina en el pueblo que la que se aplica, por ejemplo, al banquero que se alza con los depósitos que le encomendaron sus clientes, no digamos con el funcionario que maneja sin rendir cuentas miles de millones en fideicomisos o que vende los activos del Estado a precio de quemazón.
Si no entendemos que la dimensión del problema va más allá de las actitudes de las personas, no haremos jamás algo por salir del atolladero, puesto que tal y como está diseñado el Estado, aunque dispongamos de un gobernante probo, que no hemos tenido, la estructura facilita tanto la corrupción que prácticamente ninguna esfera del ejercicio de la autoridad se libra del tráfico de influencias y del soborno. Carentes de mecanismos de control y fiscalización, hemos hecho del país un arca enorme, abierta de par en par, para que hasta el más justo pueda pecar sin remordimientos ni temor a ser perseguido.
Los últimos casos expuestos por el Ministerio Público y la CICIG nos enseñan cuán grave es el problema y tenemos que entender que apenas si nos han mostrado la punta de un iceberg cuyo tamaño es imposible definir y no alcanzarían los investigadores de esas dos instancias para perseguir a todos los corruptos ni esclarecer todos los casos de corrupción porque ese vicio está regado por todos lados. Ya vimos que no son sólo los políticos y tecnócratas los corruptos, sino también empresarios que andan comprando millonarios favores a diestra y siniestra, navegando en la misma podredumbre.
Por ello es que si queremos hacer algo hay que cambiar el sistema. No bastarán los golpes de la CICIG y el MP, por importantes que sean, puesto que es todo lo que está podrido y así seguirá a menos que cambiemos la forma de hacer política y la forma de administrar al país.
Pero los dos puntales del sistema tienen que ser identificados. El Congreso se sigue perfilando como el valladar insalvable para evitar que algo serio pueda realmente producirse en el país mediante una reforma que toque las raíces mismas de los procedimientos viciados, desde el financiamiento de campañas, donde todo se arregla y compromete, hasta las compras y contrataciones siempre amañadas.
El otro puntal, más importante aún, es la Corte de Constitucionalidad que ha cerrado la llave a todo esfuerzo por modificar lo importante, y cuya renovación está a la vuelta de la esquina. Al Congreso lo avaló y legitimó el pueblo en la última elección para que siga haciendo cochinadas. Ahora no podemos permitir que sea investida una CC como la actual, comprometida con el sistema.