René Arturo Villegas Lara

En las radios se repetía la propaganda que anunciaba la llegada de Ramón Márquez y su orquesta, proveniente desde los mismos cabarets del Distrito Federal, en donde a la par de Dámaso Pérez Prado, le ponía fondo musical a los movimientos de la Tongolele o de María Antonieta Pons, quizá en el Terrazas o en la Vía Fontana. Venía Ramón Márquez a darle sabor a un festival de Cánada Dry y Ron Colonial, y de paso enseñarle a los boquiabiertos chapines, cómo se bailaba el cha cha cha.

Nadie de los internos de la Normal teníamos los veinte quetzales que costaba la entrada al Salón 6, nuestro salón de actos. Así que nos conformaríamos con alinearnos en la ancha puerta con rejas de metal, para oír a la orquesta y ver bailar a todos los chancles aguacateros que tuvieran dinero para pagar la entrada.

Cuando estaba por entrar la noche de ese sábado señalado para el baile y el concierto de tan famosa orquesta, a regular distancia se escuchaba toda la bulla que ya principiaba en el Salón. De repente el compañero Juan Antonio Rivas García, hoy abogado y notario, nos dijo:

– Muchá: vamos a colarnos a la fiesta de Ron Colonial y…
– ¿Cómo así? Preguntó el sapo Calderón.
– Rompamos una puerta del sótano de atrás y llegamos a los baños. Hacemos como que bajamos a mear y luego subimos como si nada…
– Manos a la obra- dijo Chano Alfaro.

Nos entacuchamos y luego de una untada de loción Aqua Velva, nos dirigimos al Salón, que conocíamos como la palma de la mano. Bajamos las gradas exteriores de la entrada al sótano y con un hierro filudo empezamos a desprender una sección de la puerta de madera de un bello edificio que se construyó en tiempo de Ubico. Luego de grandes esfuerzo, la sección cedió y el fragmento calló lado dentro, haciendo un ruido que sólo pudo diluirse porque estaba tocando la orquesta a todo pulmón, que si no, seguramente los organizadores se habrían dado cuenta de la colada. Cuando quedó al descubierto el portillo por donde debíamos pasar, uno a uno nos fuimos escurriendo de lado, con alguna que otra dificultad, aunque todos éramos delgados. Cuando Chano Alfaro, que se quedó de último, estaba con una pierna afuera y la otra adentro, apareció el gordo Sanchineli, un estudiante del Instituto América, famoso por su volumen de carnes, ser extrovertido como el que más y clásico consuetudinario parrandero, que años después se dedicó a un programa de televisión. ¿Cómo nos descubrió? Vaya usted a saber. Lo cierto es que nos dijo:

– Mucha: demen colada.
Y entonces se armó tremendo problema porque por el escaso boquete que abrimos, el gordo no podía pasar. Tremenda corpulencia era difícil que pudiera atravesar el portillo por donde nosotros ya habíamos entrado al sótano. Entonces se quedó trabado. Para acabar de complicar las cosas, llegó un policía que hacía ronda y se dio cuenta de la colada, bajando las gradas para desatorar al gordo, lo tomó del brazo izquierdo que tenía afuera y lo jalaba con fuerza para que no entrara, mientras nosotros hacíamos esfuerzos por dentro jalándolo del brazo derecho, pero todo fue imposible: el gordo se quedó prensado a la mitad de su voluminosa panza y al final no pasó.

Entonces los normalistas abandonamos el esfuerzo y nos fuimos al baño, hicimos como que habíamos bajado a orinar y luego subimos a la pista del baile. Ya cómodamente sentados, nos sirvieron un trago de Ron Colonial con Cánada Dray, pues el primer trago era de cortesía; así que, sin desembolsar ni un centavo, que tampoco teníamos, nos dedicamos a escuchar a la orquesta de Ramón Márquez:

«Las clases del cha cha cha,
las vamos a comenzar…»

Artículo anteriorUn mensajero de paz, amor y esperanza
Artículo siguienteDoble rasero legal