Eduardo Blandón

La actividad pastoral del Papa Francisco debe comprenderse como expresión de un programa de gobierno que, al trascender los cambios cosméticos, quiere refundar una iglesia decadente y crecientemente marginal. Es desde ese horizonte de significación que adquiere sentido la visita reciente del Pontífice a Cuba y México.

Por ello no es casual el diálogo de la máxima autoridad religiosa católica con el Patriarca ortodoxo ruso, Kiril, encuentro calificado por Francisco como “un regalo de Dios”. Un presente dirigido al establecimiento de lazos políticos que eviten, en un escenario posible, fratricidios innecesarios en confesiones que profesan el amor y que presuntamente lo cumplen.

En México, su Santidad se mostró crítico frente a los abusos del poder. Condenó la corrupción y amonestó a una iglesia tradicionalmente complaciente. Llegar al sur de México, celebrar la eucaristía entre los más pobres y abandonados del país, en el Estado de Chiapas, puede valorarse en consonancia con su discurso de predilección por las ovejas que tradicionalmente han quedado fuera.

El Papa, sin embargo, con todo y sus anhelos de cambio, lastra el peso de una institución avejentada. Un discurso conservador junto a protagonistas internos insulsos, anémicos y de dudosa reputación, hacen de la iglesia una especie de referente histórico que no incide en las conductas privadas. Y si a ello agregamos, la resistencia a la renovación de monjes momificados, propensos al lujo y a veces a la lujuria… casi que podemos enterrar a una institución con un mensaje que, reconozcámoslo, es de lujo.

Artículo anteriorLa mujer y la religión
Artículo siguienteEntre problemas y conflictos: intereses y posiciones