Luis Fernández Molina

Como buen “nica” Rubén Darío era un trotamundos, literalmente hablando. Los nicaragüenses son muy dados a “vagar por el mundo” (como ellos dicen). Aman a su terruño –claro está—pero imaginan que todos los países son iguales, por eso extienden sus fronteras. Suponen, acaso ingenuamente, que el mundo de afuera está poblado por gente como ellos: hospitalarios, alegres, informales, dicharacheros, personas que saben vivir la vida. Por ello se encuentran a gusto en cualquier parte del planeta.

A pesar de su corta vida, 49 años, estuvo Rubén en diferentes países, no como paseante sino que ocupó puestos importantes incluyendo el consulado de Colombia en Buenos Aires y la representación diplomática de Nicaragua en Francia y España; también tuvo la corresponsalía de diferentes medios, especialmente del prestigioso La Nación de Buenos Aires. Sin mayores credenciales académicas, ni dinero, era casi un desconocido y joven, pero lo precedía cierta fama y la magia de su intelecto atraía de inmediato. Es que fue un prodigio, que desde los 3 años aprendió a leer y se sabía de memoria la mitología griega y romana. ¿Cómo hizo? Difícil imaginarlo estudiando en una escuela rural de aquella época, sin libros, y sin –claro está—sin internet.

A los 12 años dejó su pueblo y ya estaba en Managua; a los 15 en El Salvador; a los 19 en Valparaíso, Chile. Después estuvo en Lima, Guatemala, Costa Rica, Colombia. Pasó a España, Francia y otros países europeos. Como diplomático nicaragüense estuvo en el cuarto centenario de Colón, en 1892. Luego estuvo en Brasil y países centroamericanos (en Guatemala regresó a manejar el periódico El Correo de la Tarde, en época de Estrada Cabrera). Conoció a personajes como Martí, J. R. Jiménez, Amado Nervo (fueron buenos amigos), Gómez Carrillo, Antonio Machado.

Murió en febrero de 1916 pero nos heredó grandes imágenes, como la princesita traviesa, hija del “rey que tenía un rebaño de elefantes y un quiosco de malaquita”; la misma que subió al cielo a robar una estrella para colocarla en su pecho. Quién no sintió ternura por esa niña o acaso habrá querido consolar a la otra “la princesa esta triste/¿qué tendrá la princesa?/los suspiros se escapan de su boca de fresa.” Quien no sintió nostalgia por aquel inmortal sentencia “juventud divino tesoro/ ya te vas para no volver/ cuando quiero llorar no lloro/ y a veces lloro sin querer”. O bien estremecerse con aquella fatalidad: “dichoso el árbol porque es apenas sensitivo/y más la piedra dura porque ésa ya no siente” y temblar con “el espanto seguro de estar mañana muerto”.

Quien no sintió las fauces del temible lobo de Gubbio cuando le riposta al “varón de corazón de lis, al mínimo y dulce” cuando dice “Hermano Francisco no te acerques mucho”. Quien no escucha el replicar de las trompetas con aquella marcha: “Ya viene el cortejo/ ya viene el cortejo/ya se oyen los claros clarines/la espada se anuncia con vivo reflejo”. Quien no exclamaría en estas épocas turbulentas: “Oh señor Jesucristo/ Por qué tardas? Qué esperas/ en tender tu manto sobre las fieras”.

Darío presintió su muerte porque repetía en el viaje de regreso que “quería descansar en las rudas garras de mi amado León”. Su cerebro como Einstein fue sustraído para estudios.

Es este muy poco espacio –y cualquier otro espacio sería mínimo– para compartir algunas pinceladas del más grande poeta de la América Hispana.

PD. A quienes afirman que escribió esos maravillosos poemas porque tomaba mucho, quisiera enviarles una caja de whiskey para esperar que, una vez bebidos, redacten tan solo una línea como las del gran Darío.

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