Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Que el Papa Francisco haya ido a México con la idea de abordar el tema de la migración no sólo hizo reaccionar burdamente a Donald Trump, sino a todos aquellos que siguen pensando que el papel de la Iglesia Católica debe seguir siendo el de rezar para que los pobres puedan sobrellevar su miseria con resignación, gozando si mucho de la mirada compasiva de quienes no sufren las mismas privaciones y negaciones. El Papa Francisco, cuyo tema principal es la misericordia, llegó a un México de contrastes para reunirse con los sectores que conforman la fuente de esas corrientes migratorias alimentadas por la ausencia total de oportunidades en sus propios países que muestran aceptables índices de crecimiento económico, pero cuyas poblaciones no llegan a recibir aquel famoso derrame pregonado por las teorías económicas que insisten en que hay que incrementar las oportunidades a los más ricos para que éstos, al incrementar sus ganancias, vayan derramando o salpicando al resto de la población.

No fue casualidad que tras visitar a la Virgen de Guadalupe y enjabonar a sus obispos, el Papa Francisco oficiara una misa en el barrio Ecatepec que constituye la mayor concentración de los problemas de la pobreza en México, un barrio dominado por el crimen y la violencia que se vuelven naturales en todos los sitios donde la gente tiene que vivir sin siquiera un ápice de esperanza para su futuro y el de sus hijos.

Mientras Trump pega gritos afirmando que si lo eligen Presidente va a obligar a los mexicanos a pagar por la construcción de un muro más impenetrable que el muro de Berlín para contener la migración, el Papa pone el dedo en la llaga afirmando que no se puede detener la migración más que con la generación de oportunidades. Por impenetrable que parezca un muro, siempre habrá formas de violarlo, como lo demuestran con tan dramático resultado los traficantes de droga que desafían al mayor poder del mundo ingresando cantidades impresionantes de los narcóticos demandados por los consumidores norteamericanos.

Pero acaso lo más importante de la actitud del Pontífice sea esa insistencia suya de que el cristianismo no se puede entender más como una prédica diseñada para adormecer a los pueblos recomendándoles resignación ante los designios adversos del Altísimo. El cristianismo que exige Francisco a la feligresía es uno comprometido con el concepto básico de que todos somos hijos de Dios y por lo tanto llamados sin exclusión a gozar de elemental respeto en nuestra dignidad como seres humanos.

Por años, las jerarquías eclesiásticas de nuestros países se mantuvieron alejadas de las miserias y esperanzas de sus pueblos. Ahora el Papa nos recuerda y les recuerda a esos jerarcas que no necesitamos Príncipes sino requerimos pastores comprometidos para entender los sufrimientos de quienes se ven afectados por esa brutal e inmoral exclusión producto de esos conceptos de crecimiento económico que dejan a tanta gente fuera de los beneficios de su esfuerzo.

Por menos de eso les han dicho comunistas a nuestros obispos guatemaltecos y ya me imagino lo que dirán y pensarán aquellos a quienes ofende que se hable siquiera de atender a los pobres. Pero la voz del Papa sigue tronando con un mensaje que desnuda nuestra absurda realidad.

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