Javier Estrada Tobar
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Meterse con “los y las puritanas” del lenguaje, quienes creen en cumplir las normas sobre el uso del idioma al pie de la letra, no es fácil. En mi corta carrera como periodista les he encarado muchas veces y las discusiones no son fáciles de llevar, precisamente, porque confieso que estoy muy lejos de ser un erudito en las cuestiones relacionadas con el uso del idioma español.

Reconozco que no es fácil debatir con las personas conocedoras, las que han estudiado el idioma en profundidad. Sin embargo, a mi favor tengo el sentido común, la costumbre y el respeto, elementos que, a mi juicio no pueden faltar en la formulación de leyes y reglas, ya sean estas las que rigen la vida en sociedad o las que nos dictan cómo expresarnos.

Las personas más conservadoras en este tema hacen referencia en los últimos meses a un reciente documento de la Real Academia de la Lengua Española (RAE), en el que defiende que «el uso genérico del masculino para designar los dos sexos está muy asentado en el sistema gramatical» español y que no tiene sentido «forzar las estructuras lingüísticas».

Según la RAE, basta con mencionar a los “guatemaltecos” para hacer referencia a la totalidad de la población guatemalteca, es decir, a los guatemaltecos y guatemaltecas. Pero no todos estamos de acuerdo. Los planteamientos de los académicos sí que tienen argumentos, pero dejan de lado la visión respetuosa del lenguaje. ¿Acaso está demás mencionar a “las guatemaltecas”, que son la mayoría en el país?

Considero que en el lenguaje, como en todos los ámbitos de la vida, debemos ser incluyentes y en esto tiene que ver el reconocimiento del género femenino como parte de la sociedad, más allá de las cocineras, las costureras y las sirvientas; creo que también debemos tener en cuenta, por ejemplo, a las ciudadanas, las profesionales y las presidentas, a quienes se les ha invisibilizado a lo largo de los siglos.

En su libro “La cocina de la escritura”, Daniel Cassany hizo una referencia a “Las recomendaciones para un uso no sexista del lenguaje”, de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), en el que señala que “el lenguaje (y, por lo tanto, también la escritura) no es una creación arbitraria de la mente humana, sino un producto social e histórico que influye en nuestra percepción de la realidad. Al transmitir socialmente al ser humano las experiencias acumuladas de generaciones anteriores, el lenguaje condiciona nuestro pensamiento y determina nuestra visión del mundo”.

“La escritura corriente arrastra los prejuicios sexistas que se han atribuido a las mujeres durante generaciones y que han permanecido fijados en los usos lingüísticos. Escribimos el hombre, los hombres, el niño, los andaluces o los escritores y el autor, para referirnos tanto a las personas del sexo masculino como femenino (…) en todos estos usos disminuimos a las mujeres: cuando no las mencionamos, cuando lo hacemos con palabras en masculino, o cuando las subordinamos a los hombres”, argumenta Cassany.

El idioma debe ser el resultado de una construcción social democrática y respetuosa, y no de una imposición dogmática en la que no se cuestiona y no se toma en cuenta la dialéctica de la sociedad. Después de todo, la inclusión no nos va a hacer algún daño y sí puede aportar mucho a la humanidad.

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