René Arturo Villegas Lara

Dice Juan Rulfo, en su obra Pedro Páramo, que «todos los recuerdos acaban por olvidarse». En las cercanías de la antigua Escuela Normal Central para Varones, la de Pamplona, existió una cantina de media mala muerte, porque no llegaba a entera mala muerte, a donde los estudiantes normalistas de muchas promociones, quizá desde 1945, acudían a echarse sus farolazos de cuando en vez. A más de medio siglo de distancia, es placentero recordar historias de la Normal, que de alguna manera giran en torno a esa cantina que atendía don Güicho, propietario y expendedor de guaro. Aquí va la primera historia:

«La Colocha»
Gonzalo Guzmán llegó a la Escuela desde la cálida región de oriente y tenía toda la traza de los zacapanecos: moreno amelcochado, pelo canche y ojos verdes, tirando a miel de talnete. «Al llegue» repetía en toda ocasión y nunca se supo qué quería decir con eso. Tenía una gran habilidad para contorsionarse y eso le permitía ser un maestro en cualquier ritmo tropical que fuera apareciendo: mambo, cha cha cha, merengue, twist y otros que estuvieran de moda, él lo bailaba con destreza. En las fiestas en el Salón 6, todas las patojas de Belén y del Inca y los normalistas le hacíamos rueda para verlo bailar. Cuando ingresamos al internado, en 1953, llegó la primera fiesta del Día del Normalista, el 25 de septiembre, y Chalo sufrió un descalabro: por andar haciendo pirueta en una moto Harley, sobre los hombros del Panote España, en la mañana deportiva de esa celebración, un leño que estaba tirado en la pista del Estadio Escolar, provocó que rodaran por el suelo, resultando Panote todo raspado de la cara y Chalo con los brazos quebrados; por eso no se gozó la primera fiesta normalista, cuando todos frisábamos los 13 años, que esa vez se tuvo que realizar en el patio de la Escuela, porque el Salón 6 lo utilizó el gobierno para unos eventos oficiales y tuvimos que sufrir los fuertes aguaceros de septiembre. En ese año del 53, Chalo se iba todas la tardes al portón de La Aurora. Con diez centavos en la bolsa, le compraba un par de tacos a La Colocha, o unas dos tortillas con chicharrón y hasta le alcazaba para beberse una Grapette. Eso de Colocha era un decir, pues la fulana era, como toda kacchiquel venida de Comalapa, de pelo liso, menuda de cuerpo y bien proporcionada. Para nuestra edad, era una provocación, aunque siempre estuviera aromatizada con humo de fritanga. Chalo estaba loco por La Colocha y en sus locos y ardientes desvaríos, aseguraba que con ella iba a perder la inocencia. Cuando don Tranquilino Guzmán, el papá, que vivía por el barrio El Tamarindal, en Zacapa, le mandaba quesadillas y queso seco, a sus compañeros más allegados nos repartía las quesadillas y el queso se lo llevaba a La Colocha, para que lo espolvoreara sobre los tacos y las tortillas, además del perejil. De tarde en tarde, cuando regresaba del zoológico, nos contaba de sus encontronazos amorosos con La Colocha, allá por donde funcionaba el trencito de juguete y a donde no llegaban los policías ni los rugidos de los leones. Nosotros le creíamos la mitad de sus relatos y lo más seguro era que preparaba su mente para las acostumbradas y comunes «pajas» nocturnas. Chalo no estudiaba mucho y en la toma de lecciones no le iba muy bien. A sus amigos nos preocupaba que don Tranquilino reaccionara como oriental si Chalo perdía el año. Cuando llegó la primera quincena de noviembre y todos nos aprestamos a llenar los baúles con la ropa desteñida para irnos de vacaciones a nuestros pueblos, Chalo nos contó la razón de su tristeza durante todo el mes de octubre, cuando los exámenes finales: La Colocha, su primera novia, se regresó para Comalapa, embarazada de un cuque de la base militar de La Aurora, que se la llevaba a bailar y a tomar cerveza Cabro los domingos, en el salón La Flor del Chinique. Ni siquiera le dijo adiós, y todo lo supo por doña Carmen, que se vino de Quiché a comprar el negocio de la taquería por 50 quetzales. Cuando le contaron la historia, Chalo entró a La Mariposa y se tomó un octavo de Olla Virgen de una sola sentada, llegando esa última noche al internado, literalmente socado. Chalo, a quien le teníamos el mote de «El Húngaro», no se graduó con nosotros, en 1957, sino dos promociones después. Falleció hace algunos años en su tierra, Zacapa, en donde era jefe de la agencia del Crédito Hipotecario Nacional. La última vez que los vimos, en una de las tantas reuniones que organizamos quienes fuimos estudiante de la Normal, en la granja del Chucho Alfaro, en las vecindades de Escuintla, tocó la batería del conjunto como en sus buenos tiempos en la marimba de la Escuela Normal. ¡Buen amigo: Chalito Guzmán!

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