Eduardo Blandón

Uno de nuestros mayores problemas nacionales tiene que ver con el factor tiempo. La situación es tal que ni el hambre ni las enfermedades pueden esperar. No podemos exigir dieta a la población porque ya la práctica sin pedirla. La desnutrición mata a los niños. No hay espacio para un compás de espera paciente.

Y, sin embargo, los políticos son conscientes del valor del tiempo. Esa es la tragedia. Si se trata del bienestar propio, del lucro y desmantelamiento del Estado, los burócratas son hormigas febriles. Devoradores insaciables. Polillas. No es difícil imaginarlos conspirando, haciendo planes, trimestrales, anuales… con tal de ver obtenidos sus beneficios. Y bien puede haber obras para la población, pero son las sobras, lo que queda del banquete, migas.

Observe, por ejemplo, los proyectos en el Ministerio de Comunicaciones, las inversiones millonarias en carreteras. Contemple los megaproyectos de vivienda. Atienda la compra de medicina. Hay una inversión de recursos importantes cuyos beneficios llegan a la población, pero a cuenta gotas, el resto se queda en los contratistas, las farmacéuticas, las empresas constructoras, los políticos. La cadena es lastimosamente grande.

Así se van los días, meses y años sin que la ciudadanía tenga acceso a una base mínima que le permita sobresalir. Sin escuelas, enfermos y con hambre, no hay grupo humano que pueda superarse. Las condiciones son tan abominables que la condena de los niños y jóvenes es casi segura. Condena que nos condena sin apenas darnos cuenta.

Avanzamos, dicen algunos. Pero a pasos de tortuga. Los raudos son los banqueros (para poner un ejemplo conveniente) que sin dormirse siempre esquilman al ahorrante y a sus clientes. Los políticos que fraguan trampas y se venden al mejor postor. Son ellos el paradigma de que la única forma de superación es no dormirse en sus laureles.

Artículo anteriorEl amor, las mujeres y los gay
Artículo siguienteLa mutación del sindicalismo al cinismo